miércoles, 29 de junio de 2022

81 LA TEORÍA DEL NO YO

 


Un trillón de trillones de años después…

 

Permanecí en silencio, reprimiendo emociones que me sacudían el cuerpo, tratando de frenar pensamientos que me embestían sin parar, pero no podía evitar una avalancha de inferencias, una vez descubierta una certera premisa. Así fue mi visita al interior del Thecnetos y la víspera a entender el misterio de las cartas y de entrar al transmundo.

—Si la vida es absurda, y los seres vivos son accidentes, tú defiendes un absurdo, al defender a la molécula germinal, sacrificando para ella a los seres sensibles.

—Sí —dijo Herakhón—, sirvo al absurdo de la vida, eso no me hace absurdo a mí, pero reduzco el error al acabar con todo ser consciente, desinfecto parcialmente el mundo. Siempre mi labor parece inconclusa, pero la llegada del límite del tiempo la acabará. Gané tu juego —dijo el Theknos-Herakhón—, entrega tu vida.

Lo miré con terror.

     Callé pensando, mientras una serie de extensiones artificiales me rodeaban, algunas cánulas punzantes ya entraban cruelmente en mis carnes, con su mortal contenido, pero de improviso se formó en mi moribunda consciencia una idea, era simple pero radical, no sé de dónde vino, empezó con una nebulosa imagen:

 

…de una caja de metal salió una mariposa azul, esa mariposa azul hecha de un recuerdo revoloteo y desvaneció su color en el paisaje gris y negro que me rodeaba…

 

Pero finalmente hablé al Mekhanes de Herakhón así:

 

—El Thecnetos conserva una humanidad inmortal pero insensible, pero, ¿Se puede ser humano estando inconsciente? no hay hombre inconsciente por ello no hay humanidad sin consciencia —dije—. Si yo muriera ¿acaso realmente nada se perdería?

—Nada. Ni un solo átomo. Solo se recompondría tus átomos de otro modo, tu información genética se desorganizaría, pero una copia de ella está ya en el corazón del Thecnetos. Ni tu materia ni tu energía se perderán. Solo esas dos sustancias hay en el mundo y son inmortales —respondió el mortal Theknos-Herakhón.

—Pero hay una tercera sustancia que, si puede desaparecer, y no está hecha de átomos —respondí—. Mi consciencia, mi sensación de que el tiempo pasa, no como un inerte reloj. ¿Cómo las moléculas que cuida el Thecnetos podrían sentir así el mundo? La tercera sustancia es el yo en cada uno de los hombres y sus sensaciones. Estas no las salva el Thecnetos y por eso es un error, y por ende tú lo eres.

—Muéstrame una sensación —ordenó— y te salvaras.

—Existen…—titubeé—. Pero no tienen peso ni volumen ni forma y no sé dónde están, por ello no las puedo mostrar —respondí entristecido.

Herakhón calló complacido de mi contradicción. Le hablaba de algo invisible.

—Mi yo no es material — proseguí recordando el enigma de los gigantes del desierto—, no tiene tamaño ni extensión. Es, por ejemplo, un dolor, el frío en la punta de mis dedos… El azul de esa mariposa en mi mente.

—Ese falso yo es solo una ilusión para que las cosas inertes puedan moverse entre lo inerte —respondió Theknos-Herakhón—. Son solo cosas haciendo algo, así como el ojo mecánico de un sistema de video.

—Las cámaras de video no ven, no tiene esa tercera sustancia —respondí desesperado—, son un entender sin un entendedor.

—El mundo es sólo materia —respondió Theknos-Herakhón— por eso no es lógica ni necesaria la existencia de ese yo que postulas. Sería además inútil y la evolución produjo solo lo útil.

Vi a lo lejos, y no sé si fue una ilusión o un recuerdo la estela azul de esa mariposa perdiéndose entre los metales del avernus.

—No lo postulo, lo constato. Pero… ¿Por qué está? —pensé dudando—. Flota en la realidad, perdura al cerrar mis ojos, aún en esta realidad sin estímulos. Pienso en ese color azul; es un tipo especial de radiación, una onda. Pero ese azul subjetivo que ocurre en mí no es una onda. Hay algo más agregado al mundo, algo que el Thecnetos desconoce.

—Yo no veo ese azul que estás viendo —respondió implacablemente lógico mi verdugo.

—Pero es real. Y no está en las inertes moléculas germinales. Pero no puedo probar su realidad —dije vencido.

—Si no puedes es que no existe, has perdido el juego —dijo final el Theknos-Herakhón—. Tu “yo” no existe, eres una máquina obligada a creer que es consciente, a mentirse a sí misma, tú no existes en realidad, si existieras ocuparías lugar en el mundo. Sólo tu cuerpo existe, la mente es una ilusión. Es momento de dormir.

—Pero…—dije dudando y el terror de haber perdido me golpeó.

Asustado empecé a resignarme. El temor de perder mi yo me asalto. Suspiré aterrado y helado.

Pero, de repente dije:

—No puedo mostrar ni probar la existencia de mi yo, ni de mis sensaciones, pero tú sientes el tuyo. Sé que no eres completamente una máquina. Y sabes que existe eso que perdemos al morir. Prueba de que al menos una consciencia existe, la tuya. Tú eres testigo de que existe la tercera sustancia. Negarlo es mentir, y nada es más ilógico que mentir. Cosa, que creo, te es imposible.

     El Theknos-Herakhón calló por varios minutos. Luego, un chirrido caótico recorrió sus metálicas partes, lentamente las cánulas aflojaron su presión sobre mí. Abandonando mi cuerpo.

—El Thecnetos no es total —dije al notar que increíblemente había vencido al Theknos-Herakhón— si no toma en cuenta el todo, el Thecnetos es incompleto, Thecnetos es un error.

—No —dijo pausado y derrotado el Theknos-Herakón—. Yo soy el error. Al Thecnetos no le importó que yo fuera imperfecto, solo necesitaba que fuera suficiente para servirle. Tampoco tú lo eras… ¡Cuánto tiempo te ha tomado entenderlo! Pero no será suficiente.

     Exhausto miré a Herakhón lentamente retorcerse y descomponerse en su errada lógica. Era todo razón y esa contradicción empezaba a despedazarlo por dentro. 

Dijo luego para sí, como una máquina triste:

—Por eso temí tu llegada, tu existencia me ha obligado a ser lo que no quería ser: un instrumento de la molécula germinal, un ser irracional. Qué raro y triste es este cosmos, este único cosmos. La razón no existe, solo es una ilusión. La lógica y la inteligencia no pueden explicar este universo caótico. Antes no quise aceptarlo. Trillones de años observé la naturaleza y no encontré explicación material para el ojo con el que miraba esa naturaleza. Y esa naturaleza es en realidad invisible, somos animales ciegos y congénitamente ignorantes. Yo… Creí en un mundo cognoscible y perfecto —dijo y casi creí notar una conmoción sensible en aquella máquina—. Y solo hay uno absurdo. Sólo una cosa estropeaba la coherencia de mi meta-filosofía: mi propia consciencia. Yo juré acabar con ella para que el cosmos fuera perfecto y lógico. Un nuevo universo artificial[1]. Un precioso universo de razones. Un universo coherente consigo mismo y con la inteligencia humana. Por eso mi misión fue acabar la vida de los hombres en el avernus, por eso odié la vida, y más a la conciencia, por amor a la perfección cognitiva, de la que esa son solo remedos, pero subsistía siempre algo incoherente: ¡Mi propio yo quedaba tras cada muerte! Enrostrándome el embuste. Siempre quedaba viva la detestable vida, en mí. ¡Y mis propios deseos de purificación se habían originado en esa génesis absurda que fue la evolución de la molécula germinal!

Hubo otro silencio interrumpido después por un sordo ruido de lejanas explosiones o fracturas en el Thecnetos. Este empezaba a derrumbarse.

—Mi naturaleza me hace enemigo del absurdo y aunque lo real no sea racional no puedo adaptarme a él. Sólo hay un modo de volver el mundo coherente a mi razón —dijo remeciéndose en un terremoto de contradicciones lógicas que lo mataban—. Y hay una sola consciencia que eliminar para lograrlo... La mía. Es fácil… Mi voluntad creará ese coherente cosmos con el que me fundiré, yo puedo darme ese universo con el que soy compatible, un cosmos lógico, aunque hueco, que es el único en el que puedo aceptar —dijo impulsado por su fanático odio al absurdo.

     Así, diminuto frente al múltiple Herakón, lo vi destruirse a sí mismo. Acabando con su conciencia y con la contradicción que esta significaba. No sabía que una parte de mí mismo moría con él. Y me costó no coincidir con sus perfectas razones.

     Una voluntad inmaterial dentro del Mekhanes de Herakhón, destruía sus sistemas de sustento. Sus partes se desconectaban y viajaban arrastrándose por los escombros hasta perderse.

     El cataclismo empezó ahí. Sin su guardián, el Thecnetos empezó a demolerse y a perderse caóticamente. Era como si su inteligencia mecánica enloqueciera, ruidos sordos empezaron por todos lados, como terribles y lejanas explosiones. En lo profundo, un murmullo desesperado recorrió los túneles. Eran los parásitos mecánicos del Thecnetos, que se movían frenéticos entre los desarreglos lógicos del subsuelo. Otros morían pues grandes cosas se caían y otras vastas zonas se apagaban. Todo formó un chillido simultáneo que me enloqueció. Cubrí mi cabeza con los brazos. El Thecnetos finalmente se derrumbaba sobre sí mismo.

     Mi verdugo, después de trillones de años de vida, murió para siempre. Matando lo que más odiaba de sí mismo, su consciencia de que el tiempo fluía. ¿Pero…quién de los dos era realmente el que moría?



[1] Thecnetos en griego antiguo.

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