Un trillón de trillones
de años después…
Yo, en esas profundidades, recién hallaba la
explicación de mi existir o, mejor dicho, la justificación de mí no existir. Yo
mismo dormía en esta mente vacía que llamamos Thecnetos; así yo era inmortal,
pero el que pasea y elucubra estos monólogos es volátil y fugaz. Mi otro yo es
eterno y sólido, mientras que este es arremetido y vencido por las colosales
fuerzas del último planeta. La humanidad alcanzó la vida eterna y nada la
vencerá, como prometieron todas sus religiones, como intuyeron todos sus
dogmas. Una inmortalidad a la que ya tendía esa primera molécula germinal en
aquel mar primitivo donde nació, antepasada de aquellas millones de moléculas
que juntas hicieron esa galería bizarra y agotadora de hombres y guerras. Seres
que vivieron, amaron, sufrieron, soñaron y que luego dejaron de ser,
perpetuando sin saber esas inertes moléculas. Uno de sus mejores inventos fue
la consciencia humana; el miedo a la muerte, un viejo truco insertado por su
evolución para hacerla persistir. Ahora esa ciega molécula ha logrado su último
anhelo o, me corrijo, su natural devenir, vacía de intención: lograr su eterna
replicación. Pero, entiéndase bien, la vida no tiene fines sólo consecuencias.
Así como un planeta encuentra su órbita regular y en ella se queda eternamente,
la vida después de buscar por millones de años encontró su sobrevivencia, su
camino a la eternidad, el Thecnetos, y ahora nosotros sobramos.
Ya no le
hace falta más la consciencia, ni los humanos, por eso he de perderme y al
Thecnetos no le incumbe salvarme. Ese milagro de que la cruda materia cobre
conciencia sólo fue un incidente en la historia natural, innecesario en el
nuevo contexto histórico-evolutivo de la materia; mi vida es ahora una
abandonada herramienta más, de las múltiples que desplegó tenazmente la
molécula germinal, en su “anhelo” de seguir adelante. Vida y consciencia —lo
estaba entendiendo— no son lo mismo. Me sentí apesadumbrado por estas verdades,
por la evidencia de una explicación para mi condición humana y en última
instancia, para mi condición de ser vivo. ¡Una condición atroz!
Atrapado y frente al infalible Theknos-Herakhón, deseé salir de mi encierro
material, escapar de mi naturaleza, ser como soñaron algunos hombres del
pasado: un ser trans-biológico, liberado de ese fatalismo natural, desobedecer
mis propios programas construidos en millones de años de evolución, rebelarme a
este nuevo instrumento de la horrible vida: el Thecnetos. Pero revelarse contra
nuestra condición es revelarse contra toda la profundidad misma del pasado que
nos ha causado y nos explica. Haría falta —pensé— arrancarme a mí mismo, de mí
mismo para ser libre. Cerré los ojos conmovido y una lágrima fría rodó por mi
mejilla, y luego flotó en la oscuridad, mientras yo apretaba los puños.
Era
duro entender qué era el Thecnetos y entender qué es la vida. Es duro saber que
un efecto no puede rebelarse contra su causa sin perderse a sí mismo.
Puse mi mano en mis ojos
como cubriéndome la vista; un llanto silencioso me apretó la garganta.
—Ha llegado el final… Deja
de pensar —susurró mortal Theknos Herakhón —, devuelve tu vida al
Thecnetos.
—¿Eres tú el Thecnetos?
—pregunté.
—No, pero —respondió el
múltiple y artificial Theknos-Herakhón— soy su constructor y su
esclavo.
—El Thecnetos no ha
determinado mi fin. Tú lo has decidido.
—Sí —dijo—, elegí
piadosamente lo mejor para ti, dormirás con la eterna humanidad que cuida el
Thecnetos. Mi misión es impedir la vida orgánica, como la del Emisario es
conservarla. Ni él puede dejar su labor ni yo la mía o el Thecnetos se perderá.
Pero nada se acabará. No temas.
—¡No! —grité aferrándome
a la vida.
—No hay razón para tu
deseo de persistir —respondió Herakhón—,
ni hay razón para que hubieras nacido otros. Tu ADN nunca morirá.
—¿Si yo te diera una
razón me dejarías? —pregunté a Herakhón
que estaba hecho sólo de razón.
El Theknos-Herakón calló.
Acostumbraba escuchar esos ruegos y tretas en los hombres que, hacia morir, era
su única tarea en la soledad de su eternidad.
—Sí —dijo—. Todos la
buscan antes del fin. Pero no podrás hallar esa razón. Pues la vida carece de sentido.
Te diré más: la vida en realidad no existe, es solo un prejuicio de nuestra
mente, no hay cómo distinguirla de los demás fenómenos físico-químicos del ser.
Todos nacen creyendo que hay algo especial en la vida, pero no. Todos nacen
temiendo a la muerte, pero no hay nada que temer. Como ves, los hombres nacen
condenados a no entender el mundo. Es un acto de caridad con el cosmos acabar
con la vida de un niño que nace ciego, y los hombres nacen todos irracionales, es
decir ciegos. Yo antes fui humano, pero ya me curé de serlo, ahora soy un ente
lógico en las vísceras del Thecnetos. No tengo cuerpo ni forma. Sólo la
coherencia de la razón me conforma. Si por ella me detienes, me detendré. Pero
será imposible. La vida carece de sentido y por lo tanto de razón —concluyó
invencible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario