Un trillón de trillones
de años después…
Por el
enredo de formas subterráneas, el Mekhanes
monstruoso, llamado Theknos Herakhón, me alcanzó. Había aguardado
cada segundo de su vida subterránea para darme muerte.
Primero sentí el murmullo mecánico de miles de partes mecánicas
avanzando alrededor mío, después sentí la delicada articulación de sus
múltiples partes.
Vi
entre la penumbra que de ese caos se formaba un gran y múltiple Theknos. Era el otro Emisario, el Theknos-Herakhón ensamblándose y levantándose delante de mí desesperanza.
Sin saberlo, yo había caminado hacia él, que me esperaba paciente y mortal. El Theknos-Herakhón era un Mekhanes
consciente, el guardián del Thecnetos y su antiguo constructor, el Thecnetos
era su monstruosa telaraña, una interminable casa donde se perdían los hombres
pero que guardaba como un vientre gastado y muerto la esencia de la humanidad.
Alguna vez había sido humano y parte de esa nebulosa humanidad que construyó el
último planeta. Había vivido trillones de años en el Thecnetos haciéndose cada
vez más artificial. Del hombre que una vez fue, sólo quedaba la mente, la razón
y lógica en su estado más puro; y también más perfecto, luego de trillones de
años de morar y adaptarse en lo artificial.
Pensé melancólico: Puedo
pensar mientras muero…
—Pronto dejarás de pensar
—dijo el mortal Theknos-Herakhón.
—Antes quiero —dije
rogando— tomar algo del Thecnetos. No quiero irme sin respuestas.
Herakhón dijo:
—¿Para qué quieres
respuestas sólo unos segundos antes de que las pierdas todas?
Pero igual interrumpí
desesperado:
—¿Por qué debo morir?
¿Por qué mi vida fue así? —pregunté al Thecnetos que hablaba a través del Theknos Herakhón.
—No desaparecerás, hay
una humanidad congelada entre estas vísceras mecánicas, tú también estas ahí —habló
Herakhón—. La vida, no desaparecerá.
La
vastedad de la humanidad me rodeaba dormida entre el cableado y los escombros,
no la vastedad de una sola generación, todas las generaciones humanas existían
aquí, las habidas y las posibles, latentes, potenciales. Así salvaba el
Thecnetos a la raza humana: manteniéndonos ad
aeternum no individuos que sólo somos efímeros accidentes. El Thecnetos
conservaba la esencia subyacente a toda la humanidad: un acervo genético que
potencialmente podría servir para llenar el mundo en un solo día, si así el
Thecnetos lo determinase, si fuese necesario… Pero ya nunca más sería
necesario.
—Pero… ¿Por qué salva
cosas y no a nosotros? —dije revelándome entristecido al Theknos Herakhón.
Herakhón me respondió que hace milenios,
cuando llegó el límite entrópico, el Thecnetos en su lucha contra la extinción
humana, había usado estrategias cada vez más eficientes para conservar la vida:
primero, conservó poblaciones, pero pronto sólo células; fríos cultivos
celulares en los que tácitamente estamos todos nosotros. Luego sólo las
moléculas germinales de las que podían deducirse esas células. Al fin y al
cabo, la existencia de esos recipientes llamados individuos sólo tenía sentido
para perpetuar esas moléculas. Los individuos sólo eran la estrategia tramada
por esas moléculas para seguir siendo; envases momentáneos para el viaje de las
moléculas germinales a través de las generaciones.
—¿Rumbo hacia dónde?
—pregunté.
—A la eternidad que es el
único lugar a donde va la vida —respondió el Theknos-Herakhón.
—¿Eternidad? Pero pronto
no habrá futuro. No habrá tiempo.
—Y por eso la vida es
absurda. El Thecnetos es una maquina sin sentido también.
Pero esas moléculas eran
frágiles. Hace billones de años el Thecnetos llegó a la conclusión de que era
más eficiente preservar una representación simbólica de esas moléculas, dado
que sabía que ellas mismas no importaban tanto como la información que contenían.
Por eso hace mucho dejó de palpitar la última vida orgánica, desaparecieron las
moléculas germinales y persistió desde ese momento un código simbólico de la
vida, información en diversos materiales y con diversas nomenclaturas, sólo
conocidas por el Thecnetos. La vida humana, que es estructura y no sustancia,
pudo así remontar cualquier sequía, cualquier avatar del cosmos; así volvimos
invulnerables a la humanidad a cualquier radiación, a cualquier temperatura a
cualquier estado del ser, incluso a la muerte del tiempo. Así una abstracta
humanidad pudo viajar en el espacio sin límites de distancia o de tiempo y así
ciertamente lo hizo, mientras morían las oscuras galaxias. No sólo en el
espacio fue largo y lejano el viaje, también lo fue en el tiempo; así ha
llegado a estos albores finales del tiempo a donde parecía imposible que
llegase.
—¿Por qué entonces nací?
—pregunté.
—Solo para verificar que
esa información sirve para hacer humanos, solo por eso nacen al azar los humanos.
Pero nadie más deberá nacer después que ti. En el Thecnetos sobrevivió la
humanidad al límite entrópico, pero estamos cerca a otro, el mismo límite del
tiempo. La vida orgánica no tendrá de qué mantenerse, pues se acabará el último
combustible que la sustenta, llegará el más absoluto y puro caos y los relojes
dejarán de avanzar; incluso se les será imposible retroceder. Por eso el
Thecnetos mantiene una cada vez más escasa humanidad. Pronto sólo mantendrá la
vida y no a sus inútiles recipientes y ésta bien que se así, pues la vida es el
fin y los hombres el medio —concluyó.
Por
eso yo puedo recorrer y recorrer el planeta sin hallar a nadie ni nada
semejante a lo que antes se llamaba humanidad —pensé comprendiéndolo— y sin
embargo soy parte de una raza inmortal, infinita, pero también inconsciente. La
humanidad es ahora un eterno durmiente que sólo rara vez abre los ojos para
verse a sí misma, intenta comprenderse y luego los cierra de nuevo, sin
lograrlo. Yo ahora recién lo entendía, pero el Emisario ya había repasado hasta
el cansancio estas verdades; era un hombre enfrentado al conocimiento absoluto
de su propio destino, un hombre que había desenmarañado su propia explicación,
un hombre inconforme quizás con esa explicación y que conocía día por día su
futuro.
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