Un trillón de trillones
de años después…
Me apagaba, pero aún era yo en el escenario de mi
mente, a medio camino de ser cosa aún era consciente de ambiguas sensaciones,
dedicaba mis últimos segundos a pensar amorfamente en el Emisario.
Luego
de un tiempo, di en pensar que la desobediencia del Emisario a las órdenes del
Thecnetos era la posibilidad de que yo también desobedezca. Y desobedecer como
el Emisario, era, de algún modo, ser como él. El último contacto abstracto con
él. Y así, algo se encendió de nuevo en mí y decidí, persistir un tiempo más.
Me preparé para realizar mi última exploración: el avernus.
Primero noté que esa red
carcomía el subsuelo, pero luego entendí que era en realidad el mismo subsuelo;
así descubrí que éste no es un planeta natural, que flota en la nada el
artefacto y el cerebro mismo del Thecnetos, un planeta edificado en el vacío,
absorbiendo y conservando en su último viaje las perdidas partículas que
quedaban de lo que fue el cosmos, usando el poco orden termodinámico, para
mantener la vida. Había acumulado desechos del universo, para usarlos
lentamente como combustible. Y era también el único cuerpo celeste en todo el Ouranos, adentrándose en lo remoto, en
el mismo centro de un estéril, infinito y perfecto vacío. Sólo su superficie
era natural, hecha de reliquias de los muchos mundos que había habitado el
hombre; una colección muerta de las huellas del hombre por el universo,
despojos de materia. Un relicario de la vida, reciclado y explotado, para los
últimos días de la humanidad. Cuya vida llegaría hasta el último segundo del
universo, pues mientras éste existiese tendría que haber “algo” y el Thecnetos
obtendría anti-entropía de este algo, del mismo ser del universo: el tiempo.
Sólo cuando el mismo tiempo se detuviese, se detendría el Thecnetos y la vida.
Empecé
a bucear por esos túneles, noté que un leve impulso me podía hacer avanzar y mis
pies no tocaban nunca el suelo. Gané de a pocos destreza en la ingravidez.
Estaba en el centro geométrico del Thecnetos; así avancé atravesando despojos
muy pesados que colgaban unos de los otros, fundidos y atravesados entre ellos.
Me
abrumó recorrer un lugar tan artificial, tan inapropiado a la vida humana.
Buceé por esos caminos, entre el cableado quemado y llegué a pensar que algunas
zonas llevaban siglos al borde de desplomarse unas sobre las otras y temí que
mi presencia pudiera alterar su frágil equilibrio de pesos y contrapesos. Creí
que fácilmente podría provocar un cataclismo y por eso mi avanzar era suave y
cauto.
No percibí que un antiguo
y mortal Mekhanes me andaba buscando
en el Stokeinos subterráneo. En ese
apiñamiento, percibí sordos ruidos desde diversas direcciones. Descubrí más
tarde que los túneles no eran un laberinto, sino más bien un sistema
circulatorio, aunque los tejidos que nutría ya estaban en su mayor parte
muertos.
Noté
además que había unas cosas grandes, máquinas de materiales artificiales, que
parecían tener voluntad propia o por lo menos independencia, se movían
lentamente por la oscuridad. Pero la mayoría estaban inmóviles, y sobre ellos
cosas pequeñas parecían chuparles la energía que viajaba por el Thecnetos.
Uno de
estos seres metálicos y casi oxidados, habían horadado una pared llena de
circuitos, dañándolos. Emitía sus antenas fuera de él[1].
El Thecnetos estaba infectado de parásitos artificiales. Artefactos que se
multiplicaban a sí mismos y habían evolucionado en sus oscuridades, usando la
energía de esta gran máquina. Un sórdido ecosistema de máquinas.
No había duda, el
Thecnetos existía. Era un entramado de nervios mecánicos que abarcaba todo el
planeta; fuertes contracciones, aunque lentísimas, movilizaban grandes regiones
y deduje que al cabo de unos años cambiaban la geometría general de los
túneles, aumentando su desorden. ¿Cómo podría este despedazado cerebro ser la
infalible inteligencia del Thecnetos? Pero así era el Thecnetos: un córtex
subterráneo y polvoriento, enredándose cada vez más en las profundidades del
planeta; un cerebro infalible, pero —ahora lo sé— sin consciencia, implacable y
perfecto en sus decisiones, lúcido, pero conformado de un raro entender sin un
entendedor. El Thecnetos era como un reloj absolutamente preciso, pero que no
sentía que el tiempo pasaba. Avancé sin noción de arriba o abajo, atravesando los
millones de gargantas de esa oscuridad, de ese cuerpo sin forma ni color; sólo
un paisaje táctil y silencioso era mi mundo ahora. Pululaba como un germen
entre los recovecos de esa inteligencia material, por esos escombros de
pensamientos. ¿Qué estructura formará este vasto caos? ¿Cuál es la fórmula que
convierte este desordenado artefacto en esa infalible mente? El cerebro humano
es materia y es vida, pero el Thecnetos sólo es materia, pero es una mente, más
lucida que la nuestra. Aunque dentro de ella no se halle nadie. El Thecnetos
controla el mundo, pero no lo sabe.
Recorrí sus corredores enredados, su abrumador y horroroso laberinto
tridimensional, hecho con pedazos de otros laberintos.
¿Así
sería todo? El cerebro humano y su conciencia es otro laberinto arduo de
comprender también, por donde la curiosidad humana buscó y siempre se perdió. A
pesar de que es millones de veces más simple que el Thecnetos. Nuestro cerebro
tiene secretos sistemas, funciones tan discretas e independientes que jamás
somos conscientes de su actividad, pero que deciden la mayoría de cosas por
nosotros, aunque no debería decir “por nosotros”, pues el cerebro somos
nosotros, incluso esas mudas y anónimas regiones que nunca llegamos a conocer.
Así de algún modo, es justo decir, que no somos totalmente conscientes de
nuestra consciencia.
Hay
también en el cerebro humano zonas de vida independiente, con una lógica
particular, diferente a la que conocemos y que llamamos pensamiento. Encerradas
sobre sí mismas, estas zonas no están a nuestro alcance, porque están en un
idioma distinto al de las demás y al nuestro. El yo único que percibimos es
sólo ilusorio; es el producto del concierto y del discreto silencio de las más
importantes partes de la mente. Nuestra consciencia sólo es la punta de un
iceberg que lo subyace y controla; sólo visible de modo indirecto. Así, de
difícil es explicar nuestra mente y ya más la del Thecnetos.
—En algún lugar de esta
oscuridad nacen los hombres —pensé—. En medio de un artificial silencio nació
el Emisario y en otra perdida profundidad también nací yo. ¿Por qué el
Thecnetos mantiene siempre una población tan minúscula de hombres? ¿Cómo se
almacena el germen y la simiente para rehacernos una y otra vez? Mientras
meditaba no noté que, por el enredo de formas subterráneas, el Mekhanes monstruoso, llamado Theknos Herakhón, me alcanzaba. Me había aguardado cada día de mi vida,
para darme muerte.
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