En otro punto del espacio-tiempo…
Cada
cosa era ajena a las demás cosas que la rodeaban. Los paisajes de ruinas no
tenían fondo. Ya muy lejos vi la tarde arañada de negras y largas sombras.
Sentí una vez más esa desazón de estar demasiado alejado y perdido, demasiado
anónimo. No saber quién soy ni saber que es esa consciencia que soy. ¿Cómo dejé
de ser abstrusa sustancia para ser consciente de la inconsciencia que me rodeaba?
Caminar y caminar por esa topografía incesantemente nueva y ajena, por calles
que no me conocían y que de inmediato me olvidaban.
Cosas
así me hacían entender que el mundo prescindía de mí, que era extranjero a
donde vaya. O a donde regrese. Que estaba inútilmente vivo.
Sentí
en el corazón que yo no participaba de la vastedad, que estaba minúsculo
observándola y recorriéndola. Pero para la totalidad que me rodeaba no contaba.
Sólo tomaba prestados unos segundos y unos metros y mientras andaba tenía que
dejarlos siempre atrás.
Sentí
también esa precariedad que llamamos “la realidad”. Si yo olvidara el camino de
vuelta o esa escalera, ese hombre de mármol, ese dintel carcomido de todos los
días ya no podría sentir que era yo mismo. Solo por fugaces sensaciones estamos
asidos al mundo; un lazo tan débil como hecho de aire. Y sólo eran
casualidades. Si me soltaba de ellas, podría perderme. Mi memoria también está
hecha de detalles arbitrarios, además de caóticos. Podría esfumárseme un día,
despertar y desconocerme, no saber siquiera qué cosas había yo sido antes,
ignorar lo que había perdido. Quizás la explicación de que el hombre moderno no
sabe nada es más bien que ha olvidado todo. Quizás sólo hace unos segundos yo
sabía quién era, qué era el transmundo o el Thecnetos, pero ya no más. Y nunca
más.
Sólo
por una vana memoria, colmada de cosas ajenas, suponía que yo estaba aquí y
ahora. Sólo por esa cosa que era casi nada, me afirmaba en mí mismo.
Demasiado lejos había viajado y sentía ese incómodo anonimato como una
urgencia creciendo en el fondo de mí. Me sentí como en esas pesadillas en que
uno busca su casa y ésta ha desaparecido. Carezco de nombre y de rostro, así
que volver a lo que llamaba mi casa me liberaba de este sentimiento, allí
quería morir. Esas piedras, esos metales me fijaban en mí mismo por un tiempo,
aunque fueran detalles condenados también a desaparecer. Esa angustia me
impidió seguir viajando.
Por
eso me apresuré en regresar. Al venir por la calle, reconocí aliviado las
primeras ruinas y estatuas en el mismo lugar en donde las había dejado. Pero en
el recorrido final, algunas cosas no estaban y me preocupé.
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