jueves, 17 de marzo de 2022

49 VERBO Y CARNE




En otro lugar del espacio-tiempo… 


    Una noche más en el monótono secuestro. Esa noche llegamos a un promontorio en medio de un negrísimo desierto. Las ruinas donde nos detuvimos estaban más altas que el resto y así sólo ellas recibían una tenue luz, mientras el resto estaba hundido bajo un océano de densa negrura. Nos detuvimos. Agotado, me recosté entre las piedras; amnésico del mundo y del mismo Thecnetos. El vacío que interminablemente presenciaba estaba invadiéndome e infectando mi mente. 

¡Ah, ese largo viaje! ¡Flota en la noche de mi memoria aún ese lugar! 

     Mientras yo dormía, el Emisario se levantó y se internó en la zona oscura, fuera del promontorio. Como si en esa imprecisa región pudiese hallar las respuestas que estaba necesitando. Algo se había despertado en él que no podía entender. Ya había recordado... Yo desperté poco después de que se marchara y quise espiarlo, así que me levanté en secreto. Nunca había espiado su vigilia, sólo su sueño. Las sorprendentes cosas que esa noche descubrí de él, no sólo estaban en él, sino también en mí.

     A través de una pared carcomida, pude verlo; se había adentrado en el amplio desierto y avanzaba lento por esa hondonada. Ahí empecé a mirarlo de otro modo. Había en su pasividad voluminosa la misma belleza que la de las estatuas, pero no era calma y fría como en ellas, sino, quizás, dramática. Al mirar al Emisario, una inexplicable sensación se despertó en mí, no sólo de placer estético, sino también de displacer, incluso de dolor. Un placer afligido y lubrico.

     No sé, miré sus movimientos, su nuca, sus manos, traté de entender qué cosa provocaba en mí esa extraña pulsión. Sentí que emanaba de él como una radiación humoral que me impactaba hasta los huesos, pero no sólo era forma y proporción la causa de esa sensación que me turbaba.

Lo observé en distintas posiciones, hermoso siempre desde todos los ángulos, perfecto en todas las posiciones que tomaba. 

     Sentí culpa por la rara exaltación que experimentaba; algo antiguo y visceral me recorría. 

Me repetí, para alejar esos sentimientos que me abochornaban, que el Emisario era solo un ser inerte, como todo en el planeta; la vida, su vida, no contenía ninguna propiedad “vital” o sagrada, era sólo un arreglo de sustancias simplemente compuestas de materia. Pero este pensamiento no neutralizó ese afligido anhelo que esa noche en mí producía su corporalidad. Era una inminencia hecha de carne que sólo mi carne entendía. 

     Pero algo más me turbó: el Emisario llevaba mucho rato deambulando, como un hombre titubeando en un laberinto. Lo veía por primera vez sólo consigo mismo y era muy distinto que cuando indiferente me acompañaba. No le ayudaban a salir de su confusión sus formas titánicas y evolucionadas, pues el yo fundamental, el sí mismo con el que ahora se encontraba, carecía de formas y éstas no le servían ahora. Lo sentí titubear en su estupor rodeado de esa noche total. Noté que experimentaba la vastedad y el frío; verlo era como ver a un astronauta extraviado y resignándose, rodeado de lejanas y pesadas esferas. 

Los paisajes negros del planeta estaban al fondo, difuminados por la helada niebla. Cada pedacito del desierto había sido inmovilizado por ese mortal frío y el golpe del viento retumbaba en diferentes puntos del mundo, haciéndolo más inhabitable aún. Todo absoluto silencio, todo muerto. Noté tras su figura cómo se alzaba el negro planeta, que —nunca lo entendí— sólo era visible en las noches. Ese enorme mundo negro hacía ver al colosal Emisario como una minúscula partícula. ¡Ah! ¡Todo el tiempo está ahora ahí, en ese segundo de mi memoria!

     En el montaje de un humilde segundo participan tantas cosas: todo un universo hay que gastar para montar un sólo segundo. Cada instante tiene el grosor del cosmos. De todas esas cosas, yo recuerdo el brillo de las piedras frías, los grandes huecos de oscuridad entre las rocas, el planeta negro y el Emisario en esa alta hora de soledad. 

Veo ahora con la claridad del presente al Emisario parado entre esas nadas, titubeando frente a la realidad, sin ni siquiera poder imaginar qué pasaría en su cerebro, tan distinto al mío. Sin ningún signo que me aclarara qué estaba sintiendo, lo miré unos minutos eterno en su humanidad. Él se veía las palmas de las manos, mientras esa enorme esfericidad negra le daba la espalda. Luego se tapó la cara con sus grandes manos y permaneció así un buen rato resistiendo un sollozo que se atascaba en su garganta. Después se descubrió los ojos y echó una mirada desesperada a la carencia de formas de la noche. Sentí en ese minuto que yo entendía algo, pero no de la forma usual, o sea, dialéctica, sino de otro modo; uno intraducible en palabras, mientras veía que…[1], así supe después que se llamaba el Emisario, no resolvía la duda que lo paralizaba


[1] Ilegible.


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