A lo lejos,
inalcanzablemente de ahí…
El Emisario y yo caminamos sin pausa. Pronto
entendí que mi final no sería ese día y me alivié. Aunque el Emisario tenía
efectivamente por misión mi fin —sin yo saberlo—, no sería ese día ni en ese
lugar.
Iniciábamos así un largo viaje.
¡Ah,
el viaje! Nuestros invisibles pasos forman ahora un invisible collar de
recuerdos, una colección etérea que ensarta noches y días, una colección de
tiempos, unos oscuros y otros claros, que sólo siguen unidos en mi corazón.
El
solitario planeta aparecía y desaparecía así, mientras yo era arrastrado por el
Emisario en un viaje hacia no sé dónde. Quizás ya era tiempo de que yo
devolviera mi consciencia al Thecnetos. Ya no podría viajar al soñado
transmundo.
Sólo
de vez en cuando, hacíamos paradas. Él no hablaba, pero creo no por mudez, sino
por la misma razón por la que nosotros no le hablamos a las piedras del camino.
Yo escuchaba su arenosa y fuerte respiración, que se hacía más rápida si
estábamos cerca y no sospechaba que el fin de ese recorrido estaba aún muy
lejano.
Mucho
tiempo después, ya seguro de sobrevivir al rapto, empecé con dificultad a
conjeturar sobre las intenciones de ese viaje, a hacer hipótesis y más
hipótesis sobre su naturaleza, mientras el Emisario, callado, avanzaba. En
algunas semanas de andar salimos de la esfera que yo ya había explorado. Más
allá, lejos, miré al planeta igualmente disperso y siempre en él, la extensión,
los secos paisajes, la herrumbre, las avenidas vacías, los proyectos
arquitectónicos inconclusos derrumbándose en microscópica caída, la sequía y el
vacío. En los extramuros de la ciudad, macizos rocosos, empezaron a sustituir a
las ruinas, pero ahora tenía un nuevo paisaje frente a mis ojos: el Emisario,
que también observaba esos paisajes.
Su
caminar era tenaz, pero agotado; fuerte pero desapasionado. Había una premura y
también una desesperanza en su labor —que era tal vez interminable— y en él me
atreví a ver mi propio, aunque más primitivo sentir.
No era
un impostor, como alguna vez pensé, sino un esclavo del Thecnetos y sentí —a
pesar de su silencio hermético— cómo átomos suyos que se escapaban, partículas
de anhelos y de vacíos que pronto me alcanzaban y me permitían siquiera
precariamente, comprenderlo. Al cabo de unos meses desapareció la primera
aversión hacia él y la sustituyó una tímida curiosidad. Mi atención se centró
primero en su perfección corporal. Su belleza podría describirse como
concentradísima y a la vez simple. Su belleza no tenía partes ni estructura
interna. Parecía que cada proporción del Emisario fuese absolutamente
necesaria. Nada en sus formas sería contingente o casual. Y esas necesarias
formas provenían de su relación con la perfección suprema: El Thecnetos.
Esto
era así porque lo relacionaba con ese Theos Hekantokeinos y hablaba de un modo
indirecto de él. Esta inexplicable belleza era entonces el único camino para
conocer al Thecnetos indirectamente. Pues si no, ¿por qué cierta geometría de
piel y carne en el Emisario producía esa intensa, pero ambigua, sensación de
gusto y otras no?
Por
eso en ella pensaba continuamente sin hallar respuesta. Pero pronto desapareció
en mi mente la motivación de entender al Thecnetos a través de la belleza del
Emisario, pues la sensación de perfección espacial parecía ser todo y no
contener nada en su fondo, no por estar hueca de contenido, sino por ser ella,
el mismo contenido. La tosca hermosura del Emisario era la misma belleza, final
y sin justificaciones. Y a pesar de su inutilidad, no dejaba de tener mi
atención en ella.
Debía olvidar mi sueño del transmundo, pero
el deber no fuerza las cosas a ser. Al caer la noche, el Emisario caía en el
sueño. Entonces podía observarlo muy detenidamente y sin peligro. Noté que, al
dormir, era aparentemente tomado, visitado por inmateriales criaturas; su
cuerpo era como una fortaleza asediada por antiguos enemigos, hacía tiempo
muertos, pero implacables ahora como espectros. Su cuerpo era atravesado por
turbadores recuerdos, su boca a veces balbuceaba al silencio que nos rodeaba
palabras incomprensibles —cosa que me hizo comprender que no era mudo— Su
rostro se torcía en gestos y a veces se levantaba violentamente como si se
ahogara en el sueño y aunque su bella corporalidad ya estaba en este mundo al
despertar, su mente permanecía unos segundos en el otro universo. Sus ojos
apuntaban al cielo nocturno y en ese vacío —que se repetía en sus negras
retinas—, parecía que todavía podía ver las formas de sus recuerdos.
Su obligación de Emisario le ocupaba todas las
horas de vigilia y noté, en la destreza e indiferencia de sus movimientos, que
su labor era estereotipada y tal vez odiada. Yo no lo sabía aún, pero me
llevaría a un preciso lugar, un destino mortal que me aguarda al final de este
relato. Yo lo miraba asombrado y él me miraba con la misma neutralidad con la
que se mira a los escombros o a las nubes, pero siempre con una tenue
incomodidad. Andábamos refugiados en nuestras mutuas soledades, pero en
realidad solamente yo estaba solo; él se comunicaba con el ubicuo Thecnetos.
Pero a veces, una curiosa mirada del Emisario a mi simplicidad, era
interrumpida por un rubor y una agitación, en su helada piel.
De
todos los espectáculos que mira el hombre, el más enigmático es sin duda el
mismo hombre, pensé, mientras miraba al Emisario.
Aunque sea abusivo usar la misma palabra:
“hombre” para dos seres tan distintos.
Veía sus pasos como perdidos en un laberinto,
pero sabía que no era a la deriva su andar, ni que fue un error la entrega de
las cartas. Eran operaciones deliberadas. ¿Lo había determinado la inteligencia
del Thecnetos o era el proyecto solitario de este hombre omnipotente y
hastiado? Detrás de las cartas estaba el Emisario y detrás M y L y su extraño
transmundo de libertad, y detrás estaba el Thecnetos y la antigua humanidad que
hizo al mundo y luego lo perdió. ¿Había
más personajes de esta serie o ésta acababa sólo en el Emisario?
He aquí la penúltima carta que me llegó y que no
leí inmediatamente:
M. Carta de despedida.
Mi amor por ti es un
árbol al que se le empiezan a caer las hojas.
Ahora continúa vivo,
incluso creciendo lentamente, pues sólo han pasado unos minutos, tal vez ya una
hora, desde que me dijiste que no puedes enredar tu corazón con el mío.
Sin embargo, cómo se
demoran las cosas en morir, cómo quieren como niños tercos persistir en su
misma forma.
Me ausculto y encuentro
ahí, intacta y perfecta como una flor recién cortada, la felicidad que es estar
a tu lado, mi convicción de olvidarme completamente del mundo y dedicarme sólo
a mirar tus ojos.
Este amor muerto insiste,
como un pájaro ciego;
Siento su aleteo y sus
golpes en la oscuridad de mi corazón.
Aún persistirá en los
próximos días dando sus últimas flores, entibiándose en el sol frío de tu
belleza.
Todavía acogerá algún
nido y algún pajarito verá la luz bajo su cuidado.
Desde mi madera cansada
siento las lejanas y húmedas nubes, cada vez más lejanas.
Las tardes que fueron
nuestras, hoy empiezan a ser pasado e incluso esta noche que escribo ya es
pasado.
Qué bueno es estar en
este pasado, que hoy sólo estés tú y sólo esté yo, dueños de esta fresca y
triste noche y que esta intimidad de compartir este minuto sea un precario
nosotros.
Todo árbol es ciego y sin
embargo se estira con todas sus fuerzas hacia la luz que nunca verá.
El mío creció tanto que
se demorará mucho en morir, aunque me hayas dicho (me cuesta escribirlo) que ya
no me quieres. No puedo ver el futuro, sólo sé que no debe ser igual de bello
que esta última noche contigo.
Qué bueno que sólo han
pasado unos minutos, que aún puedo decirte sin dolor que te amo, que aún me
hace feliz quererte.
L.
L y
sus incomprensibles palabras de nuevo. Rodeado de ese otro mundo que yo tanto
ansié y que ahora se desdibujaba de mi esperanza, como una nube muriéndose,
poco a poco, en el atardecer. ¿Existía realmente el mundo de M y L? ¿Estaba en
algún lado del planeta? ¿U otro universo, cerrado y ajeno, era en el que
moraban esos ambiguos personajes? Quizás M y L eran maestros, y yo estaba en
edad de pasar a un estado superior. Quizás este ensayo de curiosidad era un
paso de maduración, una metamorfosis; tal vez yo sería una voz de las eternas
voces del Thecnetos.
Pero
tal vez fuera cierto que el Emisario era un impostor y un perverso, que el
pasado y el Thecnetos eran mentiras y que él había planeado encerrarme en un
error en el que pensaba enterrarme vivo. El Emisario entretendría así su
solitaria inmortalidad, en una indolente y aburrida crueldad.
Caminando tras él, en los lentos viajes,
fantaseaba aún en huir del secuestro y viajar a esas regiones libres del
Thecnetos. Terribles ideas me atravesaban:
La inteligencia del
Thecnetos existía, sí, ¡pero el Emisario ha inventado a M y a L! Yo los he
supuesto, pero sólo por las cartas que él redacta, mejor dicho, que falsifica.
¿Y por qué las falsifica?
A veces, en las tardes
naranjas en que nos deteníamos, miraba al Emisario completamente cubierto de
polvo y en sus ojos, atravesados de reflejos, presentía un sobrenatural y
maligno brillo.
Él tomaba rutas a veces
muy largas o enredadas. Con el tiempo, entendí que eludía así atravesar ciertas
zonas, por las que el camino sería más corto. ¿Qué habría en aquellos lugares?
¿Acaso algún secreto sobre el Thecnetos que yo no debía saber se podría
descubrir allí?
Esa teoría era en
realidad muy necia. ¿Qué trascendencia podría haber en lo que supiera o no yo,
dado el nivel de impotencia de los seres humanos actuales?
Podría ser que crecieran allí otras formas de
vida, tal vez rebeldes a los ejercicios del Thecnetos. Quizás vida humana; pero
en todo caso, yo sabía que no me alcanzaría a mí esa hipotética libertad,
jamás.
Ahora les haré una
confidencia, probablemente peligrosa: me he cerciorado de que el Thecnetos no
satura realmente todo el mundo, que hay zonas donde sus extensiones han muerto
y por cientos de años se desocupa de ellas. Puede ser un patio, algún trozo del
desierto, los últimos pisos de ciertos edificios. Sé que no es seguro morar en
esos puntos muertos, liberados al peligroso azar. También sé que en el polvo
que se levanta hasta la alta atmósfera, llega a su fin el control del
Thecnetos; sé que el interminable vacío que ahí empieza es indiferente a su
dominio.
El
Emisario a veces me indicaba un rumbo para que yo lo recorriera solo y luego se
ausentaba por días. ¿Para ponerse en contacto con la inteligencia del Thecnetos
en secreto o tal vez él prefería mantener un lejano e impersonal control?
Yo
disfrutaba esos tramos solitarios, libre de mi secuestrador, que me llevaba
hasta quién sabe dónde o a quién sabe qué. Caminando en la calmada penumbra,
paseaba cerrando los ojos y mi corazón se iba aflojando de sus temores. Era el
goce del viento, del frescor... ¡Qué leve!, ¡Qué delicado y delgado era ese
sabor en la lejana y despedazada ciudad!
Y sin
embargo, algunos de esos alejamientos del Emisario me llenaron de una rara
intranquilidad; empezaba a sentir que algo no cuadraba al no estar él. La
redondez de la realidad no parecía completa. Pero, ¿por qué?
La impaciencia por su regreso me desconcertó algunas tardes.
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