En un cosmos congelado por la nada…
Antes de torcer la última
esquina un sonido brusco me paralizó: eran unas pisadas duras en los escombros.
Debía ser el Emisario. Pensé naturalmente en esconderme y quedarme quieto
mientras se iba, ya sin otros planes ni esperanzas.
Pero algo muy poco común pasó.
Acurrucado en silencio, sentí que el ruido de las pisadas no se
agazapaba, como era lo usual. Más bien, las sentía cada vez más fuertes y
claras y en unos segundos descubrí que venían hacia mí.
Atónito, no supe qué hacer al respecto y esperé tras la esquina el
increíble encuentro que inevitablemente ocurriría. Demasiado pronto apareció
una figura monumental, viva y móvil. Creo que era la primera vez que veía al
paisaje moverse; un enorme bulto de la realidad se movía hacia mí. La
desmesurada corporalidad del Emisario se estaba delineando frente a mis ojos y
lo tuve finalmente enfrente.
El
Emisario, al hallarme, se detuvo a unos metros. Mi corazón palpitaba
dolorosamente. Descuidadamente encontré su mirada y él la mía; nunca había
cruzado mi mirada con la de ningún otro ser consciente y éste era un fenómeno
muy paradójico, un vicioso fenómeno circular semejante a cuando dos espejos se
miran frente a frente. Es raro, ya que una consciencia sea consciente de una
cosa, pero más raro aún que una consciencia sea consciente de otra consciencia.
Eso pasó ese día, cuando el Emisario y yo nos miramos por primera vez en
nuestras vidas, hasta ese momento, paralelas.
Me
miró agudamente como haciendo un primer análisis profundo y rápido; era un
gigantesco e inocente asesino sobrecargado de grades y pesados músculos, que
construían sobre sus gruesos huesos, una altura sobrehumana. Sus ojos estaban
pasmados, pero vivos, se remarcaba por su gran tamaño, entre la multitud de
escombros. Asintió cansado, como corroborándome acaso reconociéndome. Luego
aguzó los ojos, como tratando de escudriñar una duda. Yo bajé la mirada y
comprendí que el Emisario era como una de las estatuas del desierto,
pertenecientes a esa misma descomunal raza antigua y como una de éstas, se
recostó enorme y pesado bajo un monumental dintel. Ahí se quedó inmóvil, como
sosteniéndolo. La geometría serena y sólida del edificio era armónica con las
líneas que dibujaban con belleza cada parte del Emisario. Y parecía como si el edificio tuviese secretas
proporciones y relaciones con los volúmenes grandes y fuertes de su cuerpo, que
al igual que él era ancho y pesado. Pero también noté en la tosca corpulencia
del desmesurado gigante, una gastada y bella melancolía.
Sus
manos estaban rojas y su respiración áspera, agitada. El Thecnetos lo había
enviado a acabarme. Luego noté una cosa asombrosa, una más terrorífica que la
presencia misma del Emisario bajo el dintel: el suelo estaba lleno de escombros
y había también mucha luz en esa esquina que usualmente a esa hora quedaba a oscuras.
Avancé preocupado. El monumental Emisario no se movió ni un milímetro de su
rígida posición, pero seguía con sus profundos ojos mis inseguros pasos. Al
doblar el muro, vi un sistema nuevo de escombros. Lo que llamaba mi casa se
había derrumbado totalmente después de resistir endeble, millones de años.
Recordé las manos rojas del Emisario, su cuerpo extenuado y sentí su mirada
insoportable y mortal en mi espalda.
Sentí
el viento jugar en el hueco que dejó mi casa y era como sentir de pronto toda la
nitidez de la soledad cósmica.
Empezaba mi fin. El asesino estaba aquí. ¡Si la desaparición fuera sólo por unos
meses! Por sólo miles de años, sería difícil aceptarlo. Pero la desaparición
para siempre es una monstruosidad que nunca nos resignamos a mirar de frente. A
analizar. Comprender esto tan sólo un segundo nos destroza y por eso nunca lo
hacemos, siempre eludimos mirar al eterno final. Lloré ahí por amor a la casa a
la que no regresaría nunca y que en realidad no era ni mía, y ni siquiera una
casa. Temblé por el significado de esa desaparición y porque la presencia del
Emisario era anuncio de la desaparición perpetua de todas las cosas, por la
interminable desaparición de mí mismo. Mi muerte interminable venía. No había
escape. Una eternidad de vacío me esperaba.
La
belleza violenta del acromegálico Emisario era casi intolerable y nada que
escriba podrá dar una idea de ella. Solo una cicatriz en su brazo izquierdo,
con algo debajo de ella, empañaba su absoluta perfección. Pero a pesar de la pureza
de sus formas y de la limpieza de su expresión serena, el Emisario parecía
tener miles de años, quizás cientos de miles. Era la prueba de que era
efectivamente un ángelos del Thecnetos, uno que venía a anunciar la muerte, sin
prórrogas ni excepciones.
En la
polvareda, indiferente y sólido, estaba el Emisario mirando desde su
inmortalidad y su belleza, mi fugacidad y fealdad. Había sido su misión ayudar
al derrumbe de la casa, cosa seguramente nada dificultosa para sus titánicas
fuerzas.
Vi que
con seguridad era un descendiente directo de la primitiva humanidad, ésa que
enfrentó y extinguió todas las otras civilizaciones del universo. Aquélla de la
que había degenerado nuestra pobre raza. Llevaba una eternidad al servicio del
Thecnetos y estaba construido en el espacio con grandes y bellos volúmenes; las
líneas que lo delimitaban emanaban esa belleza y serenidad que las cosas
naturales y perfectas tienen. Cubierto íntegramente de polvo no se distinguía
de las estatuas de piedra, pero éste era una con entrañas de carne y a
diferencia de los gigantes de mármol, sus grandes ojos no estaban ciegos, sino
abiertos nítidamente al mundo.
Su
mirada estaba trasparentada de tanto paisaje, desfondada de tanta vastedad.
Participaba de una realidad más minuciosa y concreta que la mía; y miraba mi
desamparo desde su altura como a un hombre primitivo. Era de la raza que
construyó las ciudades que ahora son ruinas, y al Thecnetos. Recordé también
que ese titán cansado se comunicaba con él a través de raros aparatos y en
ocultos lugares; que administraba el mundo, un mundo millones de veces superior
al mío. Lo miré asombrado como si mirara a un dios. Pero este dios estaba a
unos metros y respiraba dificultosamente y estaba cubierto del mismo polvo que
yo.
Yo estaba derrumbado como la casa. Había
quedado aún más desnudo en un mundo ahora más ajeno.
Entonces, imperceptiblemente, el Emisario, luego
de un microscópico titubeo, dejó su inmovilidad escultórica. Primero eran
cambios milimétricos, luego noté que empezaba a acercarse a mí. Abrí los ojos
de terror cuando por fin noté su movimiento, casi imperceptible al principio.
Traté de alejarme, pero en un torpe movimiento de huida tropecé y caí. Al
incorporarme, el Emisario ya me había cogido de un brazo y empezó a andar
arrastrándome. Tenía la obligación de destruirme también a mí.
Me
puse muy rígido, me aferré inútilmente a unos escombros, me sacudí. Pero de
pronto entendí que detrás del milenario Emisario estaba la omnipotente decisión
del Thecnetos y entonces me dejé llevar y traté de obedecer sus incomprensibles
órdenes. Con terror inicialmente y luego con pasiva resignación, caminé con él
a través de las otras casas muertas. ¡Debía despedirme de ellas para siempre! Finalmente,
el Emisario me colocó en el hueco que formaban dos muros que se juntaban,
parado delante de mí para impedir mi evasión.
Caí sin fuerzas, diminuto frente a sus pies.
Incrédulo de mi fin, no quise ver cómo manipula unos instrumentos raros
y los acomodaba apuntando mi frente, noté los preludios de mi ejecución en su
sombra, que también era bella. Vi que ya me apuntaba con aquellos artefactos.
Los instantes de espera se hicieron largos segundos y estos dilatadísimos
minutos de aterrada y pasiva agonía.
¿Qué
ocurrió esa tarde destinada a mi muerte? ¿Qué fue esa informe debilidad dentro
del Emisario, de común hecho todo voluntad e inmisericorde fuerza? ¿Cómo
entendemos una primera sensación sin referentes ni recuerdos? ¿A dónde se
desviaba su obediencia de enviado del infinito, que vencía ese amplio y fuerte
pecho que ahora respiraba como si le faltara el aire?
Nadie, ni él mismo, lo
sabían.
Luego,
milimétricamente, muy despacio, y también incomprensiblemente, el Emisario dejó
de apuntarme y el silencio y la calma del paisaje continuó.
Inmóviles los dos, uno frente al otro, mientras todo lo demás era
silencio. Noté ahí un ruido muy leve, pero de algo frenético y poderoso. Tanto
era el rígido silencio de ese momento que pude escuchar los agitados latidos
del poderoso corazón del Emisario.
Su rostro de sólidas magnitudes, estaba rojo como
sometido a una gran presión y su frente, dibujada con una geometría perfecta,
se llenó de gotas calientes. Cogió de nuevo mi brazo, renunciando a su inicial
determinación y empezamos a andar.
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