En otro lugar del espacio y el tiempo…
¡El largo camino hasta el
transmundo! Llegamos a unas ruinas muy densas. En el centro de ellas
encontramos un enorme monumento de piedra muy extraño. El Emisario decidió
descansar bajo él y antes de desvanecerse en el sueño me miró unos minutos
atentamente, como si me viese por primera vez o como si reconociese recién algo
largamente ignorado en mí. Sentía algo que aún no se dejaba entender, aunque si
sentir. Finalmente fue vencido por el sueño y entró en el sopor de la
inconsciencia.
Entonces esa terrible
estructura sobre el Emisario captó toda mi atención y me hizo comprender algo
que ya iba sospechando. Era una estructura cuadrangular muy alta. Partía de una
ancha base de diminutos elementos pétreos que al inicio eran caóticos y después
se elevaban formando cuatro dobles hélices escalonadas. De cada uno de esas
dobles espirales nacían cuatro robustos gigantes, extrañamente semejantes al Emisario
que también se torcían, como continuando el ascenso espiral de las hélices que
los sostenían. Pero más arriba, sus gruesos brazos sostenían a duras penas una
inmensa y pesadísima estructura. La rara geometría de esa pesada carga estaba
colmada de signos y parecía a lo lejos un negro cubo ladeado. Pero era más bien
dos cubos, uno dentro del otro, las líneas de comunicación entre sus aristas
dibujaban una trama que confundía y mareaba al ser examinada. Lo llamaré
provisionalmente hipercubo. Lamentablemente la erosión había borrado los
detalles, así que su forma real sólo era posible de verse con cierto esfuerzo
visual. Las esquinas inferiores del hipercubo descansaban en los anchos cuellos
de esos hombres colosales que, aunque fornidos como toros, trabajosamente
aguantaban el peso. Los gestos llenos de presión, la tensión muscular al borde
del desequilibrio, la sobriedad geométrica del hipercubo y el vertiginoso
ascenso de las espirales bajo ellos, todo estaba esculpido en una negra piedra
manchada y resquebrajada por la erosión.
El Emisario echado y
dormido en la base de esos cuatro gigantes, parecía como un quinto atlas que,
agotado por la dura tarea de sostener al negro hipercubo, hubiese caído
rendido, agravando de este modo la labor ya difícil de los otros cuatro.
Estos
bellos atlas de piedra también tenían los ojos cerrados a semejanza de todos
los que siempre observé en mi vida, incluyendo al Emisario ahora soñando. Pero
su sueño parecía ser incómodo, incluso intolerable, como si soñaran un castigo
duro e insufrible. Los gigantes vivían en sus vísceras de piedra un dolor
mineral, fruto de aquel severo peso, eternamente sobre ellos.
Empecé
a caminar alrededor del dramático monumento. Cada gigante era igual físicamente
a los otros, aunque en distinta posición de sostén y con gestos también
distintos por el esfuerzo, se notaba una cierta descoordinación de sus
esfuerzos musculares, que desequilibraba aún más el sostén del hypercubo,
aumentando el dramatismo del conjunto escultórico. La base del monumento era
más ancha e inicialmente estaba formada de esos pequeños elementos
desordenados. Al mirarlos más de cerca miré que cada uno de ellos, parecía ser esférico,
pero también tenían una estructura ya borrada por la erosión. Estos átomos,
mientras uno subía la mirada, se iban organizando y girando formando dos
espirales; una paralela a la otra que se comunicaban por peldaños. A cierta
altura estas gruesas hélices se convertían en los desarrollados muslos de los cuatro
gigantes, de modo que cada uno de estos nacía de una de las cuatro espirales
dobles. Y la torsión tensa de sus músculos y volúmenes repetía esa tensión
elíptica de las dobles hélices, símbolo y forma de la molécula germinal,
esencia misma de la vida. Obviamente los gigantes representaban a la humanidad.
¿Pero qué era el hypercubo?
Los
gigantes eran idénticos en rasgos y tamaño entre sí y con el Emisario, pero
distintos pues dibujaban diferentes posiciones y plasmaban diversos gestos.
Parecía una secuencia de movimiento de uno solo ¿Eran el mismo gigante? ¿O
distintos gigantes?
En eso medité distraído.
Yo
mismo tenía gestos diversos. Cada minuto mi cuerpo adoptaba posiciones y formas
diferentes. Y sin embargo era yo el mismo ¿O no? Si algo no es igual en modo y
forma, ¿por qué llamarlo “el mismo”? ¿Será que no soy el de hace cinco minutos?
Miré
el perturbador monumento que se alzaba invencible y arrogante hasta una gran
altura y comprobé el trabajo extenuante de los cuatro gigantes o del único
gigante multiplicado.
Supuse
luego que a pesar de que mi cuerpo cambiaba de posición como lo hacían los
gigantes, los átomos de mi cuerpo eran los mismos, eso me hacía a mí ser
siempre yo. En cambio, los gigantes tenían átomos diferentes y eso los hacía
distintos.
Pero
recordé, que al cabo de unos años los átomos de mi cuerpo se renovaban por
otros. Los átomos que antes eran polvo ahora son mi carne y los de ahora serán
mañana quién sabe qué. ¿Por qué creía que yo continuaba si me iba deshaciendo y
rehaciendo con el tiempo? Los átomos de los cuatro gigantes eran otros también.
No podían ser el mismo gigante, ni yo el mismo hombre de hace algunos años.
Pero a
diferencia de los gigantes yo tenía una memoria de la cual podía decir que era
mía. Medité así caminando alrededor del monumento.
Luego
recordé que cada día acumulaba nuevos recuerdos y otros se iban borrando. Más
rápido que el recambio de mis átomos era el recambio de mis ideas. No podía
decir entonces que fuera yo el mismo de hace algún tiempo en base a mi constitución
mental. Miré al Emisario pensando.
El enigma planteado por ese monumento no tenía
solución, pero al fin creí hallarlo. ¿No había acaso una continuidad entre mi
pasado y yo? ¿No había una sucesión de estados, todos relacionados unos después
de otros que me hacían a mí?
Me
alegré aliviado. Pero de pronto me decepcioné de nuevo, pues esa continuidad
sólo significaba una relación, una proximidad, hasta una génesis, pero no una
identidad, no igualdad. También había sucesión entre las esferas y los gigantes
y entre el hipercubo y el aire, pero no eran lo mismo. De hecho, había una
continuidad entre el viento que surca el planeta y yo, pero no éramos lo mismo.
Yo me originaba remotamente del Thecnetos pero no era uno con él.
Mi
cuerpo no era el mismo ni mi mente, pero si el mismo yo, ese yo pensaba unas
cosas y luego otras, pero era el mismo, pero ¿qué es el yo? No sabía que era la
consciencia, pero sabía que era igual a sí misma. ¿O no?
¿Qué significaba ser “yo”?
Seguí
girando lentamente alrededor de este misterioso monumento y pensé que al cabo
de la vuelta ya no sería el mismo.
Cuando
terminé de dar la vuelta al monumento encontré con los ojos del Emisario de
pie. Me miró agudamente respirando inquieto y así me comunicó que empezaríamos
de nuevo la marcha y que abandonara esas frívolas preocupaciones. Las abandoné.
Habría abandonado un cosmos por ir adonde él fuera.
Pero en lo íntimo, jamás olvidé el
acertijo que el monumento de los cuatro emisarios dejó en mí.
El
acertijo sin respuesta de la consciencia.
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