En otro espacio-tiempo…
Era
de noche. Yo miraba el planísimo desierto que recorríamos, mientras el
voluminoso Emisario dormía su sueño parecido a una dulce muerte. Una luz tenue
inundaba el paisaje. Tan escasa que sólo plasmaba sobre las cosas que
alumbraba, un tono menos de negritud absoluta.
En ese
paisaje noté algo extraño; un punto de los miles que componían esa llanura
parecía moverse. ¿Era un efecto del viento? Al rato ese punto estaba avanzando.
Yo estaba tras unas ruinas y vi el recorrido de aquel ser por la noche y vi que
su trayectoria pasaría cerca de nosotros. Me quedé a observarlo atento.
El
punto a los minutos era un cuerpo delgado y largo que pasaba a unos veinte
metros de las ruinas en donde estábamos. Su avanzar era lento y recto.
Asombrosamente, después de años de temer este encuentro, estaba ad portas de
observar a otro ser humano. La inmóvil teoría se volvía real y respiraba sin
percatarse de ser observada. Era cierto, los demás humanos existían, el
Thecnetos había parido otros hombres.
Primero pensé en aproximarme, pero algo en esa figura me asustó. Veía un
ser, existiendo, anónimo y callado, quizás desde que nació. Y ese ser avanzaba
sin una ruta o dirección por la esférica soledad del último planeta. Vi que era
tenso, sus miembros eran igual de delgados y feos en toda su longitud, sus
piernas daban largas y cansadas zancadas, sus pies eran casi puntas delgadas
sobre el suelo, como si tuviese un solo dedo largo y tieso sobre el que se
sostuviese.
Exhalaba un mínimo y triste ulular que me heló la sangre. Aunque era
débil ese lamento, era el único sonido que llenaba el inmenso espacio entre el
desierto y la nada circundante. Su desahuciada existencia me pareció aterradora,
más que por significar un peligro exterior, por hacerme ver desde afuera algo
que me afectaba como una enfermedad incurable desde dentro: la congénita
condena de ser feo y triste.
Temblé
mientras lo vi pasar. No venía en dirección a nosotros, pasó a unos metros en
su lento caminar y se internó luego lejos. Como un indiferente cometa que
pasase a lo lejos de un ignorado y también indiferente astro y ahora se
hundiese hacia los recovecos negros del universo.
Anhelaba que acabara pronto de llegar ese sonido atroz que emitía, un
sonido que parecía medir la profundidad del espacio y que demoraba en
desvanecerse.
Pronto fue una vez más un punto inmóvil en el
paisaje. Había vivido un encuentro con otro ciudadano de la moderna humanidad.
Ese punto ya no se movió y se perdió en la negritud. Deseé con todo el corazón
que no existiera ni se repitiera un encuentro así.
Pero
sentí también que era incorrecto sentir eso. Era otro hombre, fruto del azar,
del Thecnetos jugando con nuestras moléculas germinales. Con temor regresé al
perfecto Emisario que dormía profundamente. Me acosté pegado a él mirándolo,
como queriendo comunicarle con mi muda mirada lo que había vivido. La cercanía
de mi cuerpo produjo que el pulso del inconsciente Emisario se acelerara
imperceptiblemente y escuché que su respiración exhaló una especie de anhelante
e infantil requerimiento, no supe —no podía saber— que en sus abstractos sueños
reaparecía alguien muy parecido a mí, ni que una tibia rigidez afectaba una
parte de su inmaculado cuerpo.
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