En el perdido Ouranus…
Como
aquellos melancólicos hombres de piedra que se deshacen en los desiertos, el
Emisario permanecía por horas inmóvil. Miraba imperturbable, con una bella y
limpia mirada esa última luz, antes de que la gran tormenta girase y empezase a
rodar por debajo del planeta. Pero no la atendía en realidad. Siglos de siglos
se cansaron esos ojos de ver nadas. Era como si dentro de ellos estuviese
pasando una vida más concreta que la pobre realidad de este lento atardecer llamado
Thecnetos. Un mundo volvía a su mente ¿Qué había dentro de sus ojos esas tardes
de polvo? En sus ojos algo más importante que la realidad ocurría; el Emisario
los apretaba y callaba, conmovido en su secreta vida interior.
Él era
como los edificios muertos que tanto visité, que parecían decir siempre algo
que yo nunca alcanzaba a entender, pero que implacablemente siempre lo estaban
diciendo.
Algo se asentaba en su mente. Algo débil pero
letal.
A
veces yo despertaba y notaba que el Emisario estaba mirándome fijamente. Aun
mirándome así sabía que mis ojos eran para él un punto cualquiera, una excusa
para perderse dentro de sí mismo, siempre a una enorme distancia de mí. Pero
creí sentir, de vez en cuando, que algunos segundos posaba su atención
efectivamente en mí, sus ojos eran entonces más brillantes y húmedos de lo
normal, se delineaban como con cierto anhelo triste, sobre su cuerpo enorme y
contrito.
Con
el tiempo esa muda atención sobre mí se volvió más concentrada, profunda y
frecuente.
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