En otro mundo…
El
viaje hasta el mítico otro mundo parecía cada vez más imposible y el secuestro
más interminable. Descubrí en él, cosas harto más complejas que en la
investigación fallida de las cartas. De algún modo, el Emisario me las enseñaba
sin palabras o yo las aprendía en la evidencia que su sola presencia mostraba.
Aparecieron otras sensaciones y otros colores.
Del
Emisario aprendí incluso de la prehistoria y las causas de esa lejana
humanidad; saberes que me agradaría no retener sólo en mí, sino compartir con
ustedes. Lo más notable que aprendí es que la vida en su sentido último es como
un río; uno que se despeña por las eras, un linaje ininterrumpido de moléculas
germinales: los átomos de una molécula espiral y fría. La vida —claro— no es la
molécula germinal, que es sólo una cosa, sino lo que ésta hace para
multiplicarse; nunca cosa, siempre proceso, siempre fluir. Supe que ese río
avanzó sin pausas por los paisajes del tiempo y como el agua, tomó su forma
según la forma del terreno en el que fluía. La vida, que carece en sí de forma,
toma entonces la del recipiente que la contiene. Como el agua, la vida se
arremolinaba, se despeñaba, se perdía o se estancaba; como ella, se mezclaba o
se confundía con otras aguas. El cambio de la vida era constante, pareciendo
que quisiera agotar todas las formas posibles de ser, evidencia de no tener en
lo profundo, un ser. Pero la evolución de la vida también volvía a sus comunes
hábitos como el agua a hacer turbulencias, remolinos, oleajes y meandros. Ahora
el Emisario y yo somos la vanguardia de ese viaje; un tramo en su desconocido
viaje a ninguna parte. Somos parte de esa huida sin destino ni itinerario de la
vida. Pero paradójicamente nosotros somos cosas, o sea, no somos la vida, pero
ella está pasando a través de nosotros hacia delante. La vida es un ajedrez y
nosotros somos sus piezas, no los jugadores.
La
vida es auto multiplicación de la auto multiplicación, ése es el fin, todo lo
demás el medio. Hace trillones de años, en un punto del universo llamado Tierha
y que ya no existe empezó ese minúsculo fluir, al formarse la primera molécula
germinal. Su descendencia ha sobrevivido asombrosamente y aún persiste hoy,
trillones de trillones de siglos después de su nacimiento en un planeta remoto.
Sigue aún en este atardecer triste del cosmos, como un germen que persiste en
el cadáver de un Dios muerto ya hace mucho; un Dios cuyo cuerpo cada vez más hueco
amenaza con desaparecer en sus abismos a su antiguo huésped: la vida.
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