Al otro extremo de una distancia infinita…
Las cartas eran un mapa borroso hacia el misterioso transmundo, mi corazón que había nacido muerto y moriría muerto ahora soñaba con vivir en aquel lugar. Sólo quedaba llegar a él. Pero llegar ¿era posible?
¡Oh, castigo de los vicios! Obsesionado por
entender lo que me pasaba al leer las cartas, llegué a extravagantes hipótesis
y finalmente di en una terrible:
Sólo hay un lenguaje por cada ser humano. Yo
entiendo este lenguaje, por lo tanto, esas cartas sólo las pude haber escrito
yo. Si el idioma que pienso y nunca pronuncio es sólo mío, hay otros en mí que
escribieron estas palabras y si no las entiendo ahora, es que estoy perdido en
mí mismo, de mí mismo. Por eso no sé quién soy.
Tirité de horror en la habitación vacía.
Entonces, dentro de mí —en mi locura— vivían otras personalidades; unas
separadas de las otras. Yo ahora me tropezaba, por accidente, con la correspondencia
que se enviaban esas otras personalidades secretas que vivían en mí. Sólo eso
explicaría la familiaridad que me producían y la premonición de comprender algo
que no comprendía nunca.
Quizás
hace mucho se había resuelto una batalla en mí por la dominación de mi
consciencia. Yo había perdido y había sido condenado a desaparecer. Relegado,
ahora yo sólo era cuando el otro se distraía, cuando olvidaba, cuando se
cansaba de pensar. Quizás el otro vivía en un planeta distinto, en ese transmundo
coherente y real; y yo estaba extraviado dentro de ese otro yo, habitando sólo
sus distracciones, sus desvaríos. Quizás, tú lector, que me acompañas en estas
elucubraciones, compartes este irreal rincón conmigo, en algún lugar olvidado
de la mente de un desconocido.
O eres
tú el real dueño de lo que creí mi consciencia y escuchas con desdén las
meditaciones de algo perdido dentro de ti.
Algo que por más que te esfuerces, no puedes silenciar.
En
fin, esa hipótesis me llenó de una indecible melancolía, más que por confirmar
mi enajenación, por romperse mi sueño de poder investigar y alcanzar la soñada
vida exterior. De hecho, si esto es cierto, no hay vida exterior real, ni hay
Emisario ni hay Thecnetos. El transmundo de perfección no sería más que un
sueño, tejido con nadas.
Así yo
giraba en esas solitarias masturbaciones emocionales, saltando desordenadamente
de conjetura en conjetura.
Pronto
olvidé la hipótesis de la locura y felizmente no regresé a ella nunca.
Fui como el dormido que toma momentáneamente consciencia de que sueña y luego las formas del sueño lo atrapan y lo vuelven a engañar, hundiéndolo ya sin esperanza de emerger del error.
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