En el lugar más profundo del Aether…
Dadas
las permanentes guerras, en unas horas estaban de nuevo en batalla, en un nuevo
y exótico lugar de muerte. Habían invadido una estación maltrecha, cargada de
furiosos gigantes, contra los que impusieron su superioridad. Tal era la fuerza
de los gigantes y su ausencia de compasión que con un solo golpe podían
despedazar una espalda o hundir un cráneo. A golpes también derrumbaban paredes
y trincheras. En la triste violencia de esa batalla, M y los demás
despedazaron, otra vez, enemigos tan humanos como ellos. Entre los movimientos
veloces y furiosos de la lucha, el férreo M, siempre sobrecargado de viril
valor, era atacado por un minúsculo enemigo, derrotado desde sus adentros
cargados ahora de una intranquila pluralidad, hasta ese momento, invisible. Ese
día la vería. Lo frenaba una profunda debilidad que empezó a disolver su
voluntad, de común férrea. Para desaparecerla, acometía con más fuerza y
energía su tarea de asesino. Pero fue inútil.
Pero por más que él y los demás despedazaban más
allá de lo necesario a sus contrincantes, M no podía borrar esa forma que cada
vez más claramente se instalaba en su mente. Un ser fuerte y sólido era vencido
por algo sutil y ambiguo, como una gigantesca bestia, enamorada mortalmente de
una etérea luna.
Solo un par de borrosas imágenes podía recordar
de L, una de perfil y otra cabizbajo, pero absorbían su atención obsesivamente,
sin entender por qué esto pasaba. No importaba cuánto las examinaba y
multiplicaba en su mente, no revelaban que había de especial en ellas ni como
era el misterioso mundo en que L vivía, no podían decir más, L y su candidez
había emergido de su realidad unos segundos y se había hundido en ella de nuevo,
sin dejarse entender. Dejando una duda incómoda en M, una duda sin una pregunta
clara que la cause. Una opacidad en la nada. Una imperfección en la cotidiana
coherencia de su mundo militar.
Los
feroces y poderosos guerreros, luego de derrotar la gigantesca estación flotante,
organizaron a los prisioneros que no mataron en la pelea.
Aprovechando la oscuridad, Ayazx y sus secuaces se apartaron del grupo
central e improvisaron un espantoso certamen para no aburrirse el tiempo que
demorarían las siguientes órdenes.
Escogieron 50 prisioneros, los maniataron y los
dispusieron en un espacio abierto, luego compitieron sobre cuál de ellos
decapitaba más y más rápido ayudados de un elemental cuchillo. Sonoras risas
aderezaron el macabro juego.
Agotados
y felices los guerreros celebraron el triunfo de Ayazx frente a la pila de
muertos y cuerpos sin cabeza, algunos aún móviles.
Después Ayazx escogió otro prisionero. Uno de poca edad. Lo arrastraron
hasta un rincón muy alejado del resto. Mientras sus cómplices lo sujetaban,
Ayazx luego de unos segundos preparándose para empezar le susurro con sorna:
–“Consciencia es consciencia de algo”.
Acto
seguido le sujetó con violencia la cabeza y le sacó los dos ojos ayudado una
herramienta puntiaguda. El prisionero grito espantosamente aferrándose con
fuerza a los gruesos antebrazos del guerrero, cuya cara se había borrado como
todas las demás. Una vez conseguido esto, Ayazx introdujo una cánula filosa en
sus oídos con los que perforó sus tímpanos. El hombre de pronto no podía ahora
escuchar sus propios gritos, ni suplicas.
Ayazx
ya jadeaba frenético de placer sádico. Sopló en las fosas nasales de aquel
hombre un polvo ácido que quemó sus receptores de olfato. Las piernas y brazos
de aquel soldado se agitaban de dolor, pero eran frenados por los brazos de la
pandilla de Ayazx que lo sujetaban con fuerza frenética y concupiscente. Con
otro equipo, éste introdujo una cánula en la garganta y de un tirón rasgo sus
cuerdas vocales. Estaba anulando todos los sentidos de aquel joven, que ya no
recibía ninguna sensación del mundo exterior. Cortó su lengua también y repitió
jadeando de placer para los demás:
–La consciencia es siempre consciencia de
algo…para estar vivo tienes percibir algo.
Sus cómplices estallaron en macabras risas. Y
luego en una curiosidad morbosa y nerviosa.
– ¿Sin sensaciones no estamos vivos? Entonces la
consciencia depende de las cosas que la hacen sentir —Agrego reflexivo Ayazx
El
prisionero se retorcía desconsolado, ahora ciego, sordo, silencioso e incapaz
de gustar u oler. No sintió que alrededor de él, todos sacaban filudas hojas de
metal reluciente y cogiéndolo cuidadosamente, empezaron a sacarle la piel. Así
perdió su última sensación del mundo que lo rodeaba, pero, siguió vivo, respiró
en shock entre sus verdugos, que agregaron sobre la musculatura desnuda un gel
militar contra las hemorragias. En el colmo de la maldad lo obligaron a ponerse
de pie y a caminar.
Y
jugaron así y de otras formas con él hasta cansarse.
–Sin
sentidos no hay consciencia, —dijo uno con curiosidad— ¿no es como si estuviese
ya muerto? Un muerto que camina y respira.
–No
—corrigió Ayazx con una voz profunda y calma de satisfacción plena,
satisfacción comparable al que sigue al rito atávico—. Está desconectado del
mundo, pero aún piensa, sabe dónde está y que va a morirse… y sé que tiene
miedo, pensar es sentir tenuemente —dijo pausado y sobrecargado de nervioso
placer. Así lo observaron perfectamente lúcidos de lo que le hacían los largos
25 minutos que aún sobrevivió atrapado en sí mismo.
Luego, aunque aún estaba vivo, lo dejaron
morir a solas en aquel secreto rincón y caminaron a reunirse con el resto de la
tropa.
En
ella M también moría atrapado en sí mismo.
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