Muy lejos de ahí…
Esa carta
creó en mí un deseo vano de conocer ese otro universo, no podía flotar en las
lejanías del Ouranos que estaba vacío, debía estar en algún otro lugar del
último planeta. Decidí que empezaría la exploración de los desiertos y viajaría
hasta ese soñado “transmundo”, para lograrlo debía seguir engañando a los
Mekhanes y sobrevivir´. Después me dejaría matar por el Thecnetos. Para
lograrlo primero estudiaría la carta; dedicaría a ella los próximos días. Ella
me entregó pronto emociones raras y nuevas. Examinaría tranquilo y a salvo las
costumbres de una humanidad de la que yo era extranjero, de la que todos —paradójicamente—
éramos extranjeros. ¡Esa vida debía estar llena de oscuridad y de inquietud!
La
volví a leer tratando de entender algo más, pero no encontraba nada claro de su
autor: L, ni de su destinatario, M. Era muy perturbador lo del lenguaje. Sé que
sólo las máquinas tienen un lenguaje común que fluye por todos lados y épocas y
que el ser humano no tiene nada parecido. Sé que la lengua que cada uno inventa
en soledad es un atavismo. Un tosco acto reflejo que no comunica ni puede
vincular a una comunidad, dado que ya no hay ninguna comunidad, ni tampoco nada
que comunicar. Por eso, yo no debería entender la carta ni siquiera a medias.
¡Eso era extremadamente extraño! A menos que no se trate de una comunicación
entre seres humanos remotos, sino entre máquinas o entre el Emisario y el
Thecnetos. Releí la carta y noté que esto era imposible. Pero, por otro lado,
toda investigación parte de las dudas, no de las certezas. La incomprensión no
es razón para desistir, sino más bien para empezar a investigar. Me animaba
así, hasta que un vacío parecido a un miedo me asaltaba. ¿Al estudiar la carta
y posponer mi muerte estaría desobedeciendo al Dios del Thecnetos? O más grave:
¿Era posible desobedecer al Thecnetos si éste realmente era un Dios?
No
sé... Las palabras no eran las de un solitario ni las de una máquina que, como
suponía, eran los únicos habitantes de este “único” mundo. Y lo más raro, noté
una tenue sensación de familiaridad en ellas. Una especie de íntima
comunicación entre esos dos personajes y yo, no de contenido, sino de otro tipo
y esto era lo más grave.
¡Si
sólo hubiese sido una carta! En pocos días la habría olvidado, como he olvidado
a mi corta edad ya tantas cosas.
¡Cuántas ciudades de rara geometría he recorrido y olvidado! ¡Por
cuántos jardines extraños de piedra y arena he vagado! ¡Cuántas estatuas de
gigantes hallé! Unos melancólicos, otros férreos, sus cuerpos como cadáveres de
piedra he visitado, he admirado y ahora ya se han disuelto, ya se han ido. No
son. Los olvidé.
De todos los problemas que me causó la carta, el
peor era este fugaz sentimiento de familiaridad; por eso mi emoción de hallarla
había sido una ingenua temeridad.
Me había emocionado la primera entrega en una
serie que me destruiría y de la que muy pronto no podría huir.
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