miércoles, 26 de enero de 2022

13 LA PRIMERA CARTA



En las remotas distancias del Ouranos…

      Yo apenas sobrevivía sin apoyo artificial. Ya sentía la falta de oxígeno y sustento en mis tejidos, pero aún tenía un poco de tiempo.

Una noche, un terrible ruido me despertó. Su fuerza me crispó. Después de semanas de silencio absoluto, ese ruido era como un cataclismo. En medio de mi turbación noté en el suelo un papel que se había deslizado hasta mí; pensé que sabía de qué se trataba, pero me equivocaba. Pegué a la pared mi oído y percibí en ella un ruido muy sutil, como de sedas rozándose. Era el Emisario saliendo de la casa. El íntimo y lejano Emisario. Inmediatamente me paralicé y así, quieto y tenso, miré de reojo el papel invasor: la ineludible carta sobre el suelo. Unas horas después, ya menos tenso, me moví muy lentamente y la recogí. Para desembocar en este simple acto, horas luchó la curiosidad en deshacer uno a uno los nudos del miedo.

     Esos cuidados provenían de mi fobia de ver accidentalmente al Emisario y a la aversión que me causaban sus esporádicas visitas. En realidad, ese rechazo no era en particular al Emisario, sino en general a los otros seres humanos (en aquellas épocas creía que el Emisario tenia formas humanas). Sentía algo chocante y obsceno en tener contacto con otra persona, aunque este contacto no había ocurrido nunca y era posible que nunca ocurriera mientras viviera.

     Me asustaba imaginar mis propios rasgos repetidos en otro objeto del mundo, eso que me hace único y distinto de la pared, del corredor. Eso que me hacía entenderme y distinguirme del entorno, repetido en otro ser. Era una perplejidad, como si el mundo me enrostrara mi banalidad.

     Se dirá que frente a un espejo uno ve también imágenes semejantes a uno, pero son meras impresiones nuestras. Un tipo de sombra que depende de nosotros para tomar su forma y su movimiento, obedientes siempre de nosotros. Pero en los otros seres humanos vería con terror un reflejo independiente de mí, con voluntad y destino propio. Y lo más aberrante me resultaba pensar, con un yo igual al mío. Y, sin embargo, ese mismo yo, estaría en otro lado y sentiría otras cosas.  ¡Qué aversión! ¡Un yo del que acaso yo era la copia, o tal vez, un borrador inútil!

     Acaso todas las consciencias son iguales y sólo las distingue el contenido de lo que viven, quizás los otros tienen no solo un yo igual al mío, sino, el mismo, sólo que rodeado de otras cosas. Y si son iguales las consciencias, ¿son la misma y una?

      Si una repetición de mí ya existe, ¿para qué ser? ¿Qué distingue el ser nosotros de ser otro o no ser nada?

Nada trasciende en las repeticiones y creo que sólo lo único, lo singular, lo inédito, e irremplazable tiene derecho a ser. Ninguna de esas cosas era yo y lo podía evidenciar al sentir al Emisario y al recordar que había más humanidad consciente por ahí.

     Felizmente, lo común era la soledad, como ya he dicho. Felizmente nunca me había topado con otro ser humano, pero sé que el último planeta es vasto y que debe haber decenas de esos ecos míos deambulando su perversa existencia por el mundo.

     Tal vez sea necesario explicar que las máquinas del Thecnetos fabrican hombres muy “similares” en sus rasgos físicos y, por lo tanto, necesariamente en su carácter. Presumo que todos somos sólo variaciones de un mismo tema. Ignoro si eso significa el éxito del Thecnetos en su afán de construir una humanidad perfecta. En todo caso, esa repetición me avergüenza y es el motivo de mi aversión.

 

     Pero hay algo que no he anotado aún, algo sin explicación. Miré la carta y traté de leer sus instrucciones. De obedecerlas dependía como siempre mi subsistencia y urgía reparar el Mekhanes averiado. En fin, éste era su contenido misterioso:

 

M., He escrito para ti esto:

Tus ojos son severos,

Son una puerta entreabierta que nunca he cruzado

Por temor, quizás...

He dibujado en tantos

Papelitos tus ojos

Que ahora rodarán en distintos puntos de la ciudad.

Cuántas cosas aun no comprendo de ti.

Las completo de sueños,

De recuerdos

De detalles necesarios a mi inconsciente

Y quizá, de mi poder de premonición.

Además, para encubrir aún más mi ignorancia,

Te he dado otro nombre.

He dado en pensar que eres un felino

Y por eso persistes

Violento e ingenuo,

Asesino y niño.

Pero me entristece saber cuán rápido pasa el tiempo.

Aun permaneciendo quieto veo al tiempo avanzar y esfumar esas formas con las que te recuerdo.

Temo que antes de conocerte

Nos desvanezcamos en recuerdos a la deriva.

Que se pierda este mundo en otros.

Y sólo quede ese cielo sin estrellas, la garúa y el frío.

Pero,

Tal vez el tiempo alcance

Y un día

Se tienda un puente entre los dos,

Hecho de algún material precario, como un aire o una esperanza.

Un camino hasta ti en el que tú también llegues a mí,

Y por fin pueda cruzar

Tu mirada sin respuestas.

 

Con emoción lejana, L.

       

Inmediatamente noté que en el itinerario del Emisario había habido un error: un terrible error. Sin más instrucciones para el mekhanes no sobreviviría. Estaba claro el Thecnetos buscaba ya mi muerte o se desinteresaba de mi sobrevivencia, ¿pero por qué? No era para mí esta carta y carecía de todo sentido. ¡No podía provenir del Thecnetos! Era la correspondencia de dos seres, acaso humanos. Pero no parecía natural que un ser humano escribiese tales cosas, ni que sintiesen eso. A menos que otro mundo y otra vida independientes del Thecnetos existiese, cosa imposible. Otra cosa rara: yo sabía leer su idioma, ¿cómo lo habría aprendido? Esa comunicación no era parte de la dialéctica infinita que el Thecnetos tiene con el mundo, sino palabras aparte de éste y acaso, ignoradas por éste. ¿Es que acaso había un mundo paralelo a la perfección del Thecnetos? ¿Acaso vivía y pululaba otra vida en la lejanía del último planeta? Un destello de esperanza se encendió por primera vez en mí al presentir el Trans-mundo (así lo llamaré). Una esperanza nacida en el mismo momento que terminaba mi vida.

     A pesar de mi simplicidad noté otra cosa más que ya no significaba sólo un error en la labor del Emisario, sino uno en la estructura misma del cosmos. Noté que un error en el Emisario debía ser también un error del Thecnetos; éste necesariamente erró al instruir al Emisario o era impotente frente a la torpeza de aquél, pues ¿qué significaba, sino que el Thecnetos no pudiese impedir que el Emisario se equivocara? Esa imperfección era su imperfección y ésta podía ser la evidencia de que el Thecnetos, además de no ser eterno como yo ya llevaba tiempo sospechando, tampoco era perfecto. De vez en cuando deliraba. Una falta, en un precario detalle, era suficiente para que el Thecnetos no fuese infalible. Además —pensé con una árida pena— si existiese el Thecnetos, si no fuera sólo un mito sostenido por mi confusión, debía ser omnipotente y la carta negaba que lo fuera. Acaso simplemente era un error pensar en el Thecnetos. Ese dios de materia y su ángelos de carne se desdibujaban grotescamente en mi mente preocupada. Debía olvidar pronto esa carta errada.

Pero no pude.

     Ahí mismo empezó algo turbador. En mi vida, hasta ese momento tranquila, algo empezó a fugar y a salir de mí, dejando un desolado espacio de ansiedad. Esa equivocada y ajena correspondencia era como una pluma de otro planeta que hubiese entrado por mi ventana; evidencia de un mundo que existía en paralelo al mío y que hasta entonces había sido invisible. Un planeta que no debía existir flotaba también en el Ouranos. O acaso ese planeta flotaba en mí. Pronto ya estaba deseando llegar a él. Pero me separaba del transmundo, un infinito de vacío y de silencio.

     Pero un infinito de nada, es nada. Así que el transmundo podría teóricamente ser alcanzado, ¡antes de que mis pobres carnes dejaran de respirar, yo lo encontraría!

Desde mi nacimiento había atendido solamente a mi voz interior. De los "otros" sabía que eran iguales a mí, pero sólo teóricamente; nunca había visto a nadie, ni era probable que los viese jamás. Y era un alivio que no los viese jamás.

Pero esta carta era un pedacito de los otros. Mi primer y quizás único contacto con esa exótica y asombrosa forma de vida: la vida humana. Y no parecía semejante a la mía. Parecía inofensiva a pesar de la inicial turbación que me causó ¡Cuanto me equivocaba!

 

     Hasta ahora el planeta era figuradamente mío y la vastedad de mi ignorancia era el amplio desierto donde recorría mi vida. Pero siempre, en un recodo de mi alma tranquila, guardaba la curiosidad por saber de los otros. Una curiosidad escondida bajo toneladas de temor y asco, que ahora emergía tímidamente, pero también irreversiblemente.

 

Sólo llegar al transmundo, a M y a L importaba ahora. Por primera vez sentí que debía vivir.   

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