En las remotas distancias del Ouranos…
Yo apenas sobrevivía sin apoyo artificial. Ya sentía la falta de oxígeno y sustento en mis tejidos, pero aún tenía un poco de tiempo.
Una noche, un terrible ruido me despertó. Su
fuerza me crispó. Después de semanas de silencio absoluto, ese ruido era como
un cataclismo. En medio de mi turbación noté en el suelo un papel que se había
deslizado hasta mí; pensé que sabía de qué se trataba, pero me equivocaba.
Pegué a la pared mi oído y percibí en ella un ruido muy sutil, como de sedas
rozándose. Era el Emisario saliendo de la casa. El íntimo y lejano Emisario.
Inmediatamente me paralicé y así, quieto y tenso, miré de reojo el papel
invasor: la ineludible carta sobre el suelo. Unas horas después, ya menos
tenso, me moví muy lentamente y la recogí. Para desembocar en este simple acto,
horas luchó la curiosidad en deshacer uno a uno los nudos del miedo.
Esos
cuidados provenían de mi fobia de ver accidentalmente al Emisario y a la
aversión que me causaban sus esporádicas visitas. En realidad, ese rechazo no
era en particular al Emisario, sino en general a los otros seres humanos (en
aquellas épocas creía que el Emisario tenia formas humanas). Sentía algo
chocante y obsceno en tener contacto con otra persona, aunque este contacto no
había ocurrido nunca y era posible que nunca ocurriera mientras viviera.
Me
asustaba imaginar mis propios rasgos repetidos en otro objeto del mundo, eso
que me hace único y distinto de la pared, del corredor. Eso que me hacía
entenderme y distinguirme del entorno, repetido en otro ser. Era una
perplejidad, como si el mundo me enrostrara mi banalidad.
Se
dirá que frente a un espejo uno ve también imágenes semejantes a uno, pero son
meras impresiones nuestras. Un tipo de sombra que depende de nosotros para
tomar su forma y su movimiento, obedientes siempre de nosotros. Pero en los
otros seres humanos vería con terror un reflejo independiente de mí, con
voluntad y destino propio. Y lo más aberrante me resultaba pensar, con un yo
igual al mío. Y, sin embargo, ese mismo yo, estaría en otro lado y sentiría
otras cosas. ¡Qué aversión! ¡Un yo del
que acaso yo era la copia, o tal vez, un borrador inútil!
Acaso
todas las consciencias son iguales y sólo las distingue el contenido de lo que
viven, quizás los otros tienen no solo un yo igual al mío, sino, el mismo, sólo
que rodeado de otras cosas. Y si son iguales las consciencias, ¿son la misma y
una?
Si
una repetición de mí ya existe, ¿para qué ser? ¿Qué distingue el ser nosotros
de ser otro o no ser nada?
Nada trasciende en las repeticiones y creo que
sólo lo único, lo singular, lo inédito, e irremplazable tiene derecho a ser.
Ninguna de esas cosas era yo y lo podía evidenciar al sentir al Emisario y al
recordar que había más humanidad consciente por ahí.
Felizmente, lo común era la soledad, como ya he dicho. Felizmente nunca
me había topado con otro ser humano, pero sé que el último planeta es vasto y
que debe haber decenas de esos ecos míos deambulando su perversa existencia por
el mundo.
Tal
vez sea necesario explicar que las máquinas del Thecnetos fabrican hombres muy
“similares” en sus rasgos físicos y, por lo tanto, necesariamente en su
carácter. Presumo que todos somos sólo variaciones de un mismo tema. Ignoro si
eso significa el éxito del Thecnetos en su afán de construir una humanidad
perfecta. En todo caso, esa repetición me avergüenza y es el motivo de mi
aversión.
Pero
hay algo que no he anotado aún, algo sin explicación. Miré la carta y traté de
leer sus instrucciones. De obedecerlas dependía como siempre mi subsistencia y urgía
reparar el Mekhanes averiado. En fin, éste era su contenido misterioso:
M.,
He escrito para ti esto:
Tus
ojos son severos,
Son
una puerta entreabierta que nunca he cruzado
Por
temor, quizás...
He
dibujado en tantos
Papelitos
tus ojos
Que
ahora rodarán en distintos puntos de la ciudad.
Cuántas
cosas aun no comprendo de ti.
Las
completo de sueños,
De
recuerdos
De
detalles necesarios a mi inconsciente
Y
quizá, de mi poder de premonición.
Además,
para encubrir aún más mi ignorancia,
Te
he dado otro nombre.
He
dado en pensar que eres un felino
Y
por eso persistes
Violento
e ingenuo,
Asesino
y niño.
Pero
me entristece saber cuán rápido pasa el tiempo.
Aun
permaneciendo quieto veo al tiempo avanzar y esfumar esas formas con las que te
recuerdo.
Temo
que antes de conocerte
Nos
desvanezcamos en recuerdos a la deriva.
Que
se pierda este mundo en otros.
Y
sólo quede ese cielo sin estrellas, la garúa y el frío.
Pero,
Tal
vez el tiempo alcance
Y
un día
Se
tienda un puente entre los dos,
Hecho
de algún material precario, como un aire o una esperanza.
Un
camino hasta ti en el que tú también llegues a mí,
Y
por fin pueda cruzar
Tu
mirada sin respuestas.
Con
emoción lejana, L.
Inmediatamente noté que en el itinerario del
Emisario había habido un error: un terrible error. Sin más instrucciones para
el mekhanes no sobreviviría. Estaba claro el Thecnetos buscaba ya mi muerte o
se desinteresaba de mi sobrevivencia, ¿pero por qué? No era para mí esta carta
y carecía de todo sentido. ¡No podía provenir del Thecnetos! Era la correspondencia
de dos seres, acaso humanos. Pero no parecía natural que un ser humano
escribiese tales cosas, ni que sintiesen eso. A menos que otro mundo y otra
vida independientes del Thecnetos existiese, cosa imposible. Otra cosa rara: yo
sabía leer su idioma, ¿cómo lo habría aprendido? Esa comunicación no era parte
de la dialéctica infinita que el Thecnetos tiene con el mundo, sino palabras
aparte de éste y acaso, ignoradas por éste. ¿Es que acaso había un mundo
paralelo a la perfección del Thecnetos? ¿Acaso vivía y pululaba otra vida en la
lejanía del último planeta? Un destello de esperanza se encendió por primera
vez en mí al presentir el Trans-mundo (así lo llamaré). Una esperanza nacida en
el mismo momento que terminaba mi vida.
A
pesar de mi simplicidad noté otra cosa más que ya no significaba sólo un error
en la labor del Emisario, sino uno en la estructura misma del cosmos. Noté que
un error en el Emisario debía ser también un error del Thecnetos; éste
necesariamente erró al instruir al Emisario o era impotente frente a la torpeza
de aquél, pues ¿qué significaba, sino que el Thecnetos no pudiese impedir que
el Emisario se equivocara? Esa imperfección era su imperfección y ésta podía
ser la evidencia de que el Thecnetos, además de no ser eterno como yo ya
llevaba tiempo sospechando, tampoco era perfecto. De vez en cuando deliraba.
Una falta, en un precario detalle, era suficiente para que el Thecnetos no
fuese infalible. Además —pensé con una árida pena— si existiese el Thecnetos,
si no fuera sólo un mito sostenido por mi confusión, debía ser omnipotente y la
carta negaba que lo fuera. Acaso simplemente era un error pensar en el
Thecnetos. Ese dios de materia y su ángelos de carne se desdibujaban
grotescamente en mi mente preocupada. Debía olvidar pronto esa carta errada.
Pero no pude.
Ahí
mismo empezó algo turbador. En mi vida, hasta ese momento tranquila, algo
empezó a fugar y a salir de mí, dejando un desolado espacio de ansiedad. Esa
equivocada y ajena correspondencia era como una pluma de otro planeta que
hubiese entrado por mi ventana; evidencia de un mundo que existía en paralelo
al mío y que hasta entonces había sido invisible. Un planeta que no debía
existir flotaba también en el Ouranos. O acaso ese planeta flotaba en mí.
Pronto ya estaba deseando llegar a él. Pero me separaba del transmundo, un
infinito de vacío y de silencio.
Pero
un infinito de nada, es nada. Así que el transmundo podría teóricamente ser
alcanzado, ¡antes de que mis pobres carnes dejaran de respirar, yo lo
encontraría!
Desde mi nacimiento había atendido solamente a mi
voz interior. De los "otros" sabía que eran iguales a mí, pero sólo
teóricamente; nunca había visto a nadie, ni era probable que los viese jamás. Y
era un alivio que no los viese jamás.
Pero esta carta era un pedacito de los otros. Mi
primer y quizás único contacto con esa exótica y asombrosa forma de vida: la
vida humana. Y no parecía semejante a la mía. Parecía inofensiva a pesar de la
inicial turbación que me causó ¡Cuanto me equivocaba!
Hasta
ahora el planeta era figuradamente mío y la vastedad de mi ignorancia era el
amplio desierto donde recorría mi vida. Pero siempre, en un recodo de mi alma tranquila,
guardaba la curiosidad por saber de los otros. Una curiosidad escondida bajo
toneladas de temor y asco, que ahora emergía tímidamente, pero también
irreversiblemente.
Sólo llegar al transmundo, a M y a L importaba ahora. Por primera vez sentí que debía vivir.
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