En
el otro espacio y en el otro tiempo.…
Otra carta, como un meteorito del futuro,
llegó unos días después y reforzó mi interés de hurgador. Aquí está:
M: Sobre mi tristeza de
hoy,
El verdadero meollo del
asunto es
Que no estás a mi lado
mirando conmigo el techo;
Que no he llegado un poco
tarde para empezar a estar juntos;
Que no estás en un punto
de las plataformas impaciente esperando que yo llegue;
Que no habrá un pasillo o
una escalera en la que de pronto nos den ganas y nos abracemos, y en esa intensidad
que es el abrazo sintamos lo esencial de nosotros mismos y te cerciores de que
no sólo vivimos en esta casa, sino uno dentro del otro.
El meollo de mi tristeza,
esta tarde vacía,
Es que comienzo a aceptar
que somos dos ríos,
Cada uno con su propio
camino hacia el mar.
Que el tiempo que nos
queda antes de llegar a la sombra, no será compartido
Como soñé tantas veces
mientras te miraba de lejos.
He estado explorando por
tus territorios y no te he hallado, no has huido de mí, sino que no sabías que
te andaba buscando. Pero algo me hace temer
Que no sólo era azar ese
desencuentro entre tú y yo;
Que hubo algo de
intención de tu parte.
Otros oirán en la
intimidad de una tarde cualquiera esas cosas que te preocupan tanto.
Y no seré yo quien halle
las palabras que te animen, y no cosecharé la forma linda en que sonríen tus
ojos.
A pesar de que me asusta
más que cualquier cosa buscarte,
A pesar de que presiento
que sólo tú me podrías dar
Ese abrazo que hace que
uno se pierda en el tiempo, como decías.
¿No estarás en mi futuro?
Si es así, qué poca
importancia tiene el mundo que me queda.
Aunque contigo
Desearía más que nunca
vivir, vivir para siempre.
La explicación última de
mi tristeza y de mi cansancio esta tarde, es que aún malgasto mi tiempo
soñándote…L
De
nuevo esa maldita familiaridad en mí. Un fugaz estado de ser en el tiempo. Una
vez pasado, no podía ya identificarlo ni retenerlo y nunca podía entenderlo. Me
preguntaba en qué preciso lugar del último planeta eran escritas y enviadas
estas cartas. Debía viajar hasta ese lugar. ¿Quién era ese L que las redactaba
y quién ese M que las recibía o quizás, que no las recibía? Como si hubiese
algo prohibido u obsceno en ellas, yo me escondía en lugares inaccesibles para
releerlas. Aunque, pensándolo bien, ¿qué lugares en el último planeta no son
inaccesibles?
Después de la primera carta me decidí a explorar el desierto, cosa que nunca había intentado por temor a lo que encerrara. En ese viaje buscaría a M y a L, y también nuevos Mekhanes de mantenimiento, pues el local ya no podía usarse. Me asustó empezar el viaje, lo primero que encontré entre las nadas del desierto fueron los últimos pisos de un edificio en medio de un océano de arena. En el dormí rendido luego de mi paseo por las regiones circundantes, pero estas no eran ruinas. Debía seguir. Descubrí después, que las ruinas más cercanas a éstas estaban a unas tres semanas de camino desde aquí (en ellas hallé la tercera carta). Cuando llegué a ellas primero me topé con edificios muy apiñados, tanto que sólo de lado se podía caminar entre ellos. Así —como todos saben— para comprender un edificio hay que verlo un poco de lejos, pero éstos estaban a pocos centímetros de la cara. Así, también el mundo está a pocos centímetros de nosotros, pero nadie puede abordar con éxito su comprensión, así esté dentro de nosotros mismos. Esas ruinas databan de antes de la extinción de la sociedad humana (si bien no del hombre) y de antes de que el Thecnetos tomase el control total del cosmos.
Luego
de unas horas de recorrer los estrechísimos pasajes, los edificios se
comenzaban a destejer y a derrumbar. Había entre ellos unos puentes de piedra
muy toscos y burdos que se alzaban entre los modernos edificios que eran
millones de años más antiguos. Eran, seguro, la obra de una cultura humana
bárbara, ya extinta, pero que vivió en una época posterior a la muerte de la
primera humanidad. Noté que vivieron más como animales que como hombres en los
últimos planetas ya vacíos. Fue una humanidad bestial que convivió o sobrevivió
al nacimiento del Thecnetos, aunque sólo por poco tiempo.
Descubrí también en esas desconocidas ruinas,
unas estatuas de hombres fornidos dando gritos, enmarcados en nichos de piedra,
aunque lo más sorprendente de ese sistema de ruinas eran unas estatuas poblando
un fragmentario anfiteatro.
Eran
cientos de estatuas de hombres macizos. Colosos disfrazados por el viento de
papeles y de jirones de tela. Se levantaban a distintos niveles, más o menos
concéntricos a una concavidad pétrea. Esas moles humanas tenían los ojos
cerrados, como si durmieran; pero expresaban una misteriosa vida, mostrándose
imperturbables, inmóviles, secos y sin embargo, vivos. Era una numerosa
población resquebrajada, pero insensible al dolor de sus heridas de piedra. Vagué
entre esa muchedumbre de petrificados movimientos, tan solo y anónimo como
siempre. Sin importar las variadas posiciones y actitudes que ellos
representaban (algunas muy dramáticas) todos mantenían cerrados los ojos, como
si hubiesen sido detenidos repentinamente por un paralizante cataclismo y
permanecieran desde entonces vueltos hacia sí mismos, en un pensamiento intenso
e íntimo; un pensamiento que requería una eternidad de tiempo para resolverse.
Yo
pensaba con nerviosismo que al final de esa eternidad hallarían sus respuestas
y volverían a mover sus pesados músculos y a respirar con sus vigorosos torsos.
Quizás eso ocurriría en cualquier momento. Mientras, permanecerían paralizados
y yo podría pasear seguro entre ellos. Aunque con cautela, quizás ya el mundo
había gastado una eternidad y volverían a la vida pronto. Después sabría, que,
en cierto sentido, no me equivocaba. Las estatuas repetían una única forma
humana, una muy distinta a la mía y al resto de la humanidad actual. Los
cuerpos de las estatuas estaban dibujados de grandes y hermosas curvas, de
fuertes y grandes volúmenes que producían una rara sensación de gusto al ser
vistas, inexplicable fenómeno que acompaña siempre a todo lo que es bello. Una
asociación misteriosa y sin explicación, pues no hay razón para que lo bello
tenga que ser también placentero. Además, recordé otra de esas asociaciones
inexplicables: siempre noté que la belleza acompaña a todas las cosas puras y
naturales, por lo que deduje hace años que las estatuas debían corresponder a
las formas de los hombres de la antigua humanidad. A la prehistoria. Ésa que
forjó al Thecnetos y después desapareció. Por supuesto, hay que recordar que en
el planeta la antigua humanidad ha de entenderse como lo más acabado y
perfecto, y la actual como lo degenerado y envilecido.
Uno de
esos hombres enormes y bellos tenía uno de los ojos borrado de cicatrices y
dormía recostado en una bestia de mármol. Me recosté en él. Inundado de un
tibio cansancio, cerré los ojos emulando algo traviesamente a las dormidas
estatuas, jugando a ser una de ellas y me deleité en secreto en la tibia
temperatura de la tarde.
Cogiendo la mano de mármol del gigante tuerto, me dejé dormir por el
cansancio y fui como un barco que se dejase hundir indiferente y ebrio hasta la
oscuridad.
Pero,
por entre el enredo de cuerpos titánicos percibí movimientos agazapados. Una
cosa sórdida atravesaba veloz aquel paisaje pétreo. Mientras, los gigantes
gravitaban como densos astros de piedra alrededor mío, en su perfecta y eterna
inmovilidad, inertes, pero sospechosos de alguna rara versión de la vida. No lo
sé, creí entonces que esa sombra, esos ruidos y esas piedrecillas
desmoronándose me buscaban y que eran eso que yo llamaba el Emisario.
Deseando huir de esa aversión, acurruqué mi transitorio sueño al sueño
sin pausas del gigante de piedra, rendido de la larga caminata de tres semanas.
La estatua seguía inmóvil y tranquila, viviendo su propio sueño sin imágenes ni
sensaciones. De su mano se me fue apagando el mundo y encendiendo otro, el
verdaderamente mío, pues el hombre moderno sólo es singular al dormir, ya que
en él no se parece a los demás ni comparte sus sueños ni con el Emisario ni con
el Thecnetos. Para él sólo es ese universo de mentira que son los sueños. Por eso sólo al dormir el hombre moderno
legítimamente es y al despertar ya no. Al despertar muere.
Ya mis
sueños reventaban en otros sueños, como olas sobre otras olas. Recuerdo el
último de ellos, uno recurrente:
Soñé que encontraba al Emisario en mi casa y
extrañamente no sentía miedo. Lo hallaba al final del corredor, mirando por la
ventana un infinito atardecer. Mi sueño le dio al Emisario forma humana. Veía
su amplia espalda, quieto frente a ese polvoriento sol. En el sueño caminé hacia
él, lentamente y sin ruido para que no me notara.
Ya
cerca de él extendí mi mano hasta su hombro, y al rozarlo con un dedo —como
siempre ocurría— suavemente desperté.
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