sábado, 27 de marzo de 2021

7 EL ATARDECER DEL MUNDO

 



En otro lugar del espacio…

 

     Confieso que del Thecnetos no tengo certezas, sino sólo elucubraciones. Presiento que hay un artefacto con una tarea infinita funcionando en la oscuridad. El Thecnetos, es también (pero no sólo) una red que satura las calles abandonadas y los desiertos y encierra en su inescrutable mente una humanidad inmortal.

     No es necesario aclarar que el Thecnetos es artificial, aunque entiendo, al examinar el tema con más detenimiento, que en el mundo no hay nada artificial, que la naturaleza ha parido todas las cosas, inclusive al Thecnetos; que "lo no natural" es lo imposible, lo lógicamente inadmisible. Lo artificial lo hicieron los hombres, pero ellos y sus métodos eran también naturales, sujetos a las leyes de la naturaleza. Así, de lo artificial podemos decir que no existe.

     El Thecnetos, creo, ha existido desde la creación de la primera tecnología, de lo cual debo concluir —algo incómodamente— que no es eterno. En él debió confiar el hombre parcialmente su destino; su desarrollo posterior lo llevó a grados de poder de cálculo inimaginables. Una revolución en los sistemas que sustentaban la inteligencia artificial le dio su primera independencia mientras nosotros íbamos perdiendo la nuestra.

      

     La ciega evolución creó el cerebro humano y éste creó el nuevo y mejor cerebro mecánico. Luego éste creó a los antepasados del Thecnetos, que ya no eran un simulacro de aquellas funciones cognitivas humanas, sino algo diferente: dueñas de una auténtica lucidez, ya incomprensible a nosotros. Pero confío en que esta máquina nunca olvidará el fin para lo que es creado todo artefacto: garantizar nuestra supervivencia y acompañar nuestra futura evolución.

     Así, los individuos, al cabo de unas décadas desaparecemos, como yo pronto desapareceré, pero nunca ese río que llevamos dentro; ese río es un linaje ininterrumpido de moléculas germinales, pasando de generación en generación a través de nuestros cuerpos y éste es un flujo que corre sin interrupciones ni pausas desde el comienzo de la vida.

 

     Describir el Thecnetos es imposible, incluso pensarlo lo es; sólo puedo figurármelo infantilmente por aproximaciones. Por ejemplo, pienso en él como una población infinita discutiendo simultáneamente en ninguna parte o como una nube de pensamientos plácidamente flotante en la eternidad. Me parece hasta hermoso pensarlo así: debajo de tanto polvo, comprendiendo cómo y por qué un papelito es levantado por el viento en algún rincón perdido del último planeta.

     En sus manos estará seguro mi futuro por un tiempo y el de la humanidad para siempre. Claro, ya dije que del Thecnetos no tengo, ni nadie tiene, una percepción directa ni deja huellas su presencia. Sólo mis dudosos razonamientos me llevan a creer en él. Si no, ¿cómo podría ser posible la vida siquiera por un segundo en este, el último planeta?

 

     Y me parece que hay otra prueba de su existencia. Ocurre que, no importa de dónde parta un razonamiento (única ocupación para los solitarios hombres), ni qué temas se aborden en él, si se llega lejos, siempre se llega a la necesaria existencia del Thecnetos. Aunque el origen de todo razonamiento es también dudoso. Los míos siempre se originan en las disposiciones del Emisario (que es el único ser vivo del que tengo certeza que existe). Es a través de él o de eso, que deduzco y creo en el Thecnetos. ¡Y aún él es tan evasivo, tan lejano! Tampoco lo he visto ni tocado, pero permanentemente presiento su proximidad.

 

     Asumo, como lo más razonable, que este Emisario es un ángelos del Thecnetos. Una forma de comunicación entre ese dios mecánico, entre o desde ese imperturbable y total absoluto y mi fugaz y fragmentaria existencia. Pero, en fin, he de aclarar que mi creencia en estos dos seres no es sobrenatural, pues ya aclaré que sólo existe lo natural.

En los años que llevo recorriendo el planeta, el Emisario se ha vuelto aún más elusivo o yo más predecible; siempre procede a ejecutar sus disposiciones mientras duermo, mientras me ausento o viajo. Deja generalmente impersonales cartas con instrucciones que intento comprender y obedecer cabalmente. De ello depende mi supervivencia. A través suyo llegan migajas de infinito hasta mí, dándome vida.

 

     Impersonal. Dormida tal vez, sentía yo la ciudad de escombros. La soledad me hacía creerla íntima y mía, pero luego recordaba que no era ni único ni singular en el planeta, que con otros quizás, compartía ese Emisario que nos tutela o vigila.

     Consumía a pie las interminables calles y plazas siempre estériles y mudas. Al acercarse a los edificios muertos uno siente como si se acercara a las espaldas de hombres gigantescos y muertos. A veces sentía una sensación de rechazo de aquellas espaldas e inmediatamente tomaba rumbo a cualquier otro lugar.

Me movía un primitivo deseo de exploración humano, un rasgo innecesario como tantos otros ahora.

 

     Pero olvidé la causa fundamental de mi relato, ¡el asunto de las cartas...!

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