En otro lugar del espacio-tiempo…
No sé si ya son años o segundos del secuestro del Emisario; avanzo y él avanza, pero ¿quién sigue a quién?
Sobre nosotros gira ese ningún lugar que es la
noche. Un profundo hueco hay ahora donde hace millones de años solía estar el
Aether cargado de galaxias y astros, pero giran aún en el vacío Ouranos los
recuerdos fantasmales de ese cosmos perdido, retumban frágiles los ecos últimos
de la materia.
Nosotros somos parte aún de esos movimientos hermosos y secretos del
universo, como dos microscópicos engranajes en un invisible reloj, hecho él
mismo de tiempo y al que le quedan pocos segundos ya que medir: Los últimos
días del universo.
He
corroborado, sin excepciones, que en el mundo las cosas naturales y puras son
además bellas. Así, era proporcionado y hermoso el Emisario —como he dicho
muchas veces—, pero yo era feo y fragmentario. ¿Cómo podrían armonizar estas
dos piezas de engranaje cósmico?
Tal
vez sólo al modo de la sombra que armoniza con el cuerpo que la proyecta, sin
tener para nada su color, volumen, o sustancia. Así, yo era alguna pobre
proyección del Emisario y como una sombra, era mínimo frente a él. Pero de
algún modo, hecho a causa de él y tal vez, me atrevería a decir que era por
él.
Ahora,
no creo que existan causas y efectos; creo que sólo nos lo parece porque unos
están temporalmente antes que los otros. Pero para el intemporal Thecnetos, para
la eternidad, la causa ocurre simultáneamente a su efecto. También, creo,
llamamos causa a lo conocido y efecto a lo desconocido, pero una vez que ya
conocemos todo (como también hace el Thecnetos), sólo quedan cosas simultáneas
y mutuamente necesarias. Así, podría atreverme a decir que en algún sentido —no
claro, por supuesto— yo era necesario para el ser del Emisario y no sólo un
efecto de él.
No
tendré en este planeta más de unos pocos años, pero no recuerdo haber sido niño
nunca. En cambio, el Emisario podría literalmente tener miles de años, pero
permanecía prístino, inmaculado e infantil. Una inminencia muda empezaba a
dibujarse entre su respiración y la mía. No sé, no puedo explicar la naturaleza
de ese sentimiento entre los dos, sólo la puedo comparar con esa intimidad del
yo solitario conociéndose a sí mismo. Así llegamos a ser el Emisario y yo, una
sola cosa, sin partes ni estructura interna. Y aún no se había cruzado entre
los dos, ninguna palabra.
Esa
brisa leve que siempre nos acariciaba en nuestro avanzar había sido hace
millones de años un soplo vigoroso que apagó las últimas estrellas. Y esa vasta
muerte del cosmos era ahora como una felicidad en mi pecho. No sé bien cómo
explicarlo. Duraba milésimas de segundo y era del grosor de un punto. Pensarla
ya era desvanecerla, ¡pero sin duda era una felicidad!
Estábamos rodeados de huellas de recuerdos y
recuerdos de huellas de recuerdos. Estamos —pensé— pero alguna vez tampoco
estaremos, incluso el Thecnetos podría llegar a no ser.
Ese viscoso futuro me hacía necesitar más su
proximidad y su existencia. Durmiendo a su lado, en mi interior, aún vivían
esas estrellas que alguna vez saturaron los cielos. Mi alma ya no era oscura y
fría; mi alma era una noche donde se disolvían ahora miles de estrellas en una
dulce muerte y nacían otras. ¡El
Emisario existía!
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