En otro lugar del espacio-tiempo…
Recordaba constantemente a aquel otro que vi. Nunca sabría quién era,
pero sabía que era un humano, hecho como yo, al azar por el Thecnetos.
Estaríamos
ahora a una enorme distancia de él. Y si la marcha proseguía, sería pronto
inaccesible. La ruta del Emisario era opuesta a la ruta de aquel.
Una vez más,
cayó la noche y el Emisario quedó inmóvil balbuceando recuerdos. Tan pronto se durmió,
me solté cuidadosamente de sus manos. No olvidaba que el Emisario era también
un ángelos de la muerte. Cuando
reprogramé los Mekhanes para
sobrevivir, el Thecnetos había mandado al Emisario a darme muerte. Era
imposible desobedecer por siempre al omnipotente Thecnetos. Y ahora estaba en
manos de mi enemigo.
Empecé a andar de regreso entre las tinieblas, ahora deseaba vivir y
escapar del Thecnetos, de su mortal Emisario. Primero despacio y luego
velozmente regrese por el camino. ¿Era libre? Creo que no. Simplemente obedecía
a otro amo. Era prisionero de un deseo que no había elegido tener: el deseo de
ser libre.
Pronto, encontré las huellas del extraño. Revivió mi anhelo de alcanzar
el transmundo y empecé a correr. Mi memoria recordaba cada paso dado. Parecía
como si mi mente hubiese planeado esta huida desde que miré al extraño y me
trazaba una ruta clara para hallarlo. Las horas pasaron volando, hasta que
hallé el punto en donde nuestras huellas se cruzaban con las suyas. Ahí empecé
a seguir las huellas del extraño. ¿Era esto la libertad? Era libre de perseguir
esas huellas, pero no era libre de dejar de desear perseguirlas. Ni era libre
de dejar de desear ser libre.
Solo el deseo de vivir es mayor que el deseo de ser libre, pero hay algo
más fuerte que el deseo de vivir. Más fuerte que el hambre o la sed. Frenético
ya, noté que mi deseado encuentro estaría cerca, pero también noté que el
Emisario se hacía cada vez más lejano, que lo estaba perdiendo. Eso me
intranquilizó, creó una angustia que fue frenando mis piernas poco a poco. Y me
detuve. Algo me jalaba, algo más fuerte que mi instinto de conservación. Di
algunos pasos más con esfuerzo y volví a detenerme, esta vez definitivamente.
El instinto de conservación del individuo es siempre un proyecto inútil, dado
que el individuo irremediablemente morirá. El instinto de conservación de la
molécula germinal si puede realizar el anhelo que hay en todo lo que muere, el
deseo de eternidad. Ese anhelo, esa locura, esa fiebre, recibe el nombre de
amor. Y llevará un día a la vida orgánica a la eternidad y perfección.
Ya no sabía si volver o continuar. Los deseos de cualquier dirección
eran exactamente iguales. No importaba cuánto pensara, no elegía ninguna ruta.
¿Por qué elegimos una puerta y no otra? Generalmente lo hacemos porque una
conviene más. No somos libres pues solo una puede ser la más ventajosa. Nuestra
capacidad de calcular determina la elección.
Si son iguales, elegimos al azar. A esa forma de azar llamamos libertad. La
libertad no existe.
Así que en ese punto debía elegir al
azar entre el Emisario o la libertad. Pero no pude.
Entonces, oí unos pasos muy lejanos en
la dirección de las huellas del extraño. Debía estar ya cerca de este último.
Continué tras ellas muy despacio. De rato en rato un leve sonido
delataba la dirección del buscado. Así avancé cauto y callado. A los pocos
minutos pude ver su figura claramente. Era una enjuta silueta recogida entre
las piedras. El extraño estaba acostado de lado entre los escombros, inmóvil.
Dormía helado de espaldas a mí. Al acercarme con cautela pude escuchar su
respiración suave. Miré su rostro: era sosegado y triste. Había vivido toda una
vida solo como yo. Me inundó una profunda compasión. Avancé despacio hasta él y
me senté a esperar que despertara. Y era como sentarme frente a un espejo. Ese
hombre ahí dormido, polvoriento y gastado, ese ser grisáceo, ¿quién era
realmente? No importaba. ¿Acaso podía contestar a la pregunta de quién era yo
realmente? Lo rocé con un dedo lentamente respetando su sueño. La piel era
fría. Sentí conmiseración por él y por todos nosotros, hijos abandonados del
Thecnetos. Huir del Thecnetos, vivir rebeldes a su oscuro poder, ese era el
plan.
En eso, medité que era muy extraño que hubiese escuchado sus pisadas,
pues el extraño estaba inmóvil desde hacía mucho.
¿Qué había escuchado? De pronto entendí que aquí debía estar otro. Un
humor patológico inundó mis huesos, y al momento note una sombra entre las
sombras.
Un ruido nuevo, esta vez brusco y volteé. Vi al Emisario altísimo y
oscuro detrás de nosotros. Él era el origen de esos ruidos, los había hecho
para guiarme a aquel lugar. Había llegado mucho antes que yo.
Se acercó muy silencioso hasta el
dormido. Sus rasgos, más duros que nunca, dejaban escapar apenas, una reprimida
desesperación. Me miró intensamente, sus cejas estaban retorcidas de furia y al
centro de esa mirada violenta, había una pequeñísima pincelada de dolor. Yo
retrocedí vencido y confundido. Él se paró delante del durmiente y por unos
momentos manipuló aquellos artefactos confusos.
Luego en silencio señaló con su brazo
la nuca del durmiente.
Todo lo hacía sin el menor ruido, lo que me hizo notar que los ruidos de
antes habían sido un señuelo para que yo lo encontrara. Unos segundos estuvo
apuntándolo mientras el silencio y la calma seguían.
De pronto hubo un terrible ruido como
un crujido del aire y un resplandor blanquísimo que me cegó. Después, una
polvareda que acabó en un silbido corto. El eco de ese disparo recorrió las
nadas del último planeta, regresando una y otra vez hasta cansarse.
Yo me había cubierto los oídos con las manos. Una polvareda nos rodeó.
El extraño a pesar de la brutal violencia del disparo, ya inanimado no perdió
la calma de su actitud corporal, solo aflojo aún más su cuerpo dormido.
El Emisario, después de eso, se alejó por la ruta anterior, agitado pero
callado. Yo observé al durmiente. Tenía el cráneo despedazado y hueco. Solo la
mitad de su mirada permanecía intacta y su cuerpo seguía recostado con tranquilidad.
¿Qué había pasado? ¿A dónde fue esa cosa que tenemos todos y que perdemos al
morir? Lo dejé temblando, debía unirme al Emisario. Este me esperaba.
Mientras avanzaba hacia él, su mirada se sostenía al nivel de la mía,
haciéndose cada vez, más clara y viva. Concentrada de ira. Al llegar cerca de
él, hizo bruscamente algo violento, pasó sus brazos alrededor mío, apretándome
muy fuerte con ellos y también con su cabeza. Sentí qué me era imposible
respirar. Temí la interminable inconsciencia que vendría. Finalmente el
Emisario cumplía las órdenes del Thecnetos. Yo también perdería eso que todos
los seres conscientes tienen: la impresión subjetiva de existir. Me sofocaba la
asfixia. Pero luego sentí que el abrazo del Emisario cedía, escuché una corta y
ansiosa exhalación de su pecho con la que el Emisario hallaba desahogo a una
larga angustia. Un afligido y reprimido deseo.
No entendí el
significado de ese gesto, pero me juré que no intentaría escapar de él nunca
más. Tampoco él lo entendía.
Y tampoco podría escapar ya de mí.
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