jueves, 17 de marzo de 2022

47 LA LIBERTAD ES SOLO AZAR

 


En otro lugar del espacio-tiempo…

 

     Recordaba constantemente a aquel otro que vi. Nunca sabría quién era, pero sabía que era un humano, hecho como yo, al azar por el Thecnetos.

Estaríamos ahora a una enorme distancia de él. Y si la marcha proseguía, sería pronto inaccesible. La ruta del Emisario era opuesta a la ruta de aquel.

Una vez más, cayó la noche y el Emisario quedó inmóvil balbuceando recuerdos. Tan pronto se durmió, me solté cuidadosamente de sus manos. No olvidaba que el Emisario era también un ángelos de la muerte. Cuando reprogramé los Mekhanes para sobrevivir, el Thecnetos había mandado al Emisario a darme muerte. Era imposible desobedecer por siempre al omnipotente Thecnetos. Y ahora estaba en manos de mi enemigo.

     Empecé a andar de regreso entre las tinieblas, ahora deseaba vivir y escapar del Thecnetos, de su mortal Emisario. Primero despacio y luego velozmente regrese por el camino. ¿Era libre? Creo que no. Simplemente obedecía a otro amo. Era prisionero de un deseo que no había elegido tener: el deseo de ser libre.

     Pronto, encontré las huellas del extraño. Revivió mi anhelo de alcanzar el transmundo y empecé a correr. Mi memoria recordaba cada paso dado. Parecía como si mi mente hubiese planeado esta huida desde que miré al extraño y me trazaba una ruta clara para hallarlo. Las horas pasaron volando, hasta que hallé el punto en donde nuestras huellas se cruzaban con las suyas. Ahí empecé a seguir las huellas del extraño. ¿Era esto la libertad? Era libre de perseguir esas huellas, pero no era libre de dejar de desear perseguirlas. Ni era libre de dejar de desear ser libre.

     Solo el deseo de vivir es mayor que el deseo de ser libre, pero hay algo más fuerte que el deseo de vivir. Más fuerte que el hambre o la sed. Frenético ya, noté que mi deseado encuentro estaría cerca, pero también noté que el Emisario se hacía cada vez más lejano, que lo estaba perdiendo. Eso me intranquilizó, creó una angustia que fue frenando mis piernas poco a poco. Y me detuve. Algo me jalaba, algo más fuerte que mi instinto de conservación. Di algunos pasos más con esfuerzo y volví a detenerme, esta vez definitivamente. El instinto de conservación del individuo es siempre un proyecto inútil, dado que el individuo irremediablemente morirá. El instinto de conservación de la molécula germinal si puede realizar el anhelo que hay en todo lo que muere, el deseo de eternidad. Ese anhelo, esa locura, esa fiebre, recibe el nombre de amor. Y llevará un día a la vida orgánica a la eternidad y perfección. 

     Ya no sabía si volver o continuar. Los deseos de cualquier dirección eran exactamente iguales. No importaba cuánto pensara, no elegía ninguna ruta. ¿Por qué elegimos una puerta y no otra? Generalmente lo hacemos porque una conviene más. No somos libres pues solo una puede ser la más ventajosa. Nuestra capacidad de calcular determina la elección.

     Si son iguales, elegimos al azar.  A esa forma de azar llamamos libertad. La libertad no existe.

Así que en ese punto debía elegir al azar entre el Emisario o la libertad. Pero no pude.

Entonces, oí unos pasos muy lejanos en la dirección de las huellas del extraño. Debía estar ya cerca de este último.

     Continué tras ellas muy despacio. De rato en rato un leve sonido delataba la dirección del buscado. Así avancé cauto y callado. A los pocos minutos pude ver su figura claramente. Era una enjuta silueta recogida entre las piedras. El extraño estaba acostado de lado entre los escombros, inmóvil. Dormía helado de espaldas a mí. Al acercarme con cautela pude escuchar su respiración suave. Miré su rostro: era sosegado y triste. Había vivido toda una vida solo como yo. Me inundó una profunda compasión. Avancé despacio hasta él y me senté a esperar que despertara. Y era como sentarme frente a un espejo. Ese hombre ahí dormido, polvoriento y gastado, ese ser grisáceo, ¿quién era realmente? No importaba. ¿Acaso podía contestar a la pregunta de quién era yo realmente? Lo rocé con un dedo lentamente respetando su sueño. La piel era fría. Sentí conmiseración por él y por todos nosotros, hijos abandonados del Thecnetos. Huir del Thecnetos, vivir rebeldes a su oscuro poder, ese era el plan.

     En eso, medité que era muy extraño que hubiese escuchado sus pisadas, pues el extraño estaba inmóvil desde hacía mucho.

     ¿Qué había escuchado? De pronto entendí que aquí debía estar otro. Un humor patológico inundó mis huesos, y al momento note una sombra entre las sombras.

     Un ruido nuevo, esta vez brusco y volteé. Vi al Emisario altísimo y oscuro detrás de nosotros. Él era el origen de esos ruidos, los había hecho para guiarme a aquel lugar. Había llegado mucho antes que yo.

Se acercó muy silencioso hasta el dormido. Sus rasgos, más duros que nunca, dejaban escapar apenas, una reprimida desesperación. Me miró intensamente, sus cejas estaban retorcidas de furia y al centro de esa mirada violenta, había una pequeñísima pincelada de dolor. Yo retrocedí vencido y confundido. Él se paró delante del durmiente y por unos momentos manipuló aquellos artefactos confusos.

Luego en silencio señaló con su brazo la nuca del durmiente.

     Todo lo hacía sin el menor ruido, lo que me hizo notar que los ruidos de antes habían sido un señuelo para que yo lo encontrara. Unos segundos estuvo apuntándolo mientras el silencio y la calma seguían.

De pronto hubo un terrible ruido como un crujido del aire y un resplandor blanquísimo que me cegó. Después, una polvareda que acabó en un silbido corto. El eco de ese disparo recorrió las nadas del último planeta, regresando una y otra vez hasta cansarse.

     Yo me había cubierto los oídos con las manos. Una polvareda nos rodeó. El extraño a pesar de la brutal violencia del disparo, ya inanimado no perdió la calma de su actitud corporal, solo aflojo aún más su cuerpo dormido. 

     El Emisario, después de eso, se alejó por la ruta anterior, agitado pero callado. Yo observé al durmiente. Tenía el cráneo despedazado y hueco. Solo la mitad de su mirada permanecía intacta y su cuerpo seguía recostado con tranquilidad. ¿Qué había pasado? ¿A dónde fue esa cosa que tenemos todos y que perdemos al morir? Lo dejé temblando, debía unirme al Emisario. Este me esperaba.

     Mientras avanzaba hacia él, su mirada se sostenía al nivel de la mía, haciéndose cada vez, más clara y viva. Concentrada de ira. Al llegar cerca de él, hizo bruscamente algo violento, pasó sus brazos alrededor mío, apretándome muy fuerte con ellos y también con su cabeza. Sentí qué me era imposible respirar. Temí la interminable inconsciencia que vendría. Finalmente el Emisario cumplía las órdenes del Thecnetos. Yo también perdería eso que todos los seres conscientes tienen: la impresión subjetiva de existir. Me sofocaba la asfixia. Pero luego sentí que el abrazo del Emisario cedía, escuché una corta y ansiosa exhalación de su pecho con la que el Emisario hallaba desahogo a una larga angustia. Un afligido y reprimido deseo.

     No entendí el significado de ese gesto, pero me juré que no intentaría escapar de él nunca más. Tampoco él lo entendía. 

Y tampoco podría escapar ya de mí. 

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