jueves, 3 de marzo de 2022

37 LOS RECOVECOS NEGROS DEL UNIVERSO

 


En otro espacio-tiempo…

      Era de noche. Yo miraba el planísimo desierto que recorríamos, mientras el voluminoso Emisario dormía su sueño parecido a una dulce muerte. Una luz tenue inundaba el paisaje. Tan escasa que sólo plasmaba sobre las cosas que alumbraba, un tono menos de negritud absoluta.

     En ese paisaje noté algo extraño; un punto de los miles que componían esa llanura parecía moverse. ¿Era un efecto del viento? Al rato ese punto estaba avanzando. Yo estaba tras unas ruinas y vi el recorrido de aquel ser por la noche y vi que su trayectoria pasaría cerca de nosotros. Me quedé a observarlo atento. 

     El punto a los minutos era un cuerpo delgado y largo que pasaba a unos veinte metros de las ruinas en donde estábamos. Su avanzar era lento y recto. Asombrosamente, después de años de temer este encuentro, estaba ad portas de observar a otro ser humano. La inmóvil teoría se volvía real y respiraba sin percatarse de ser observada. Era cierto, los demás humanos existían, el Thecnetos había parido otros hombres.

     Primero pensé en aproximarme, pero algo en esa figura me asustó. Veía un ser, existiendo, anónimo y callado, quizás desde que nació. Y ese ser avanzaba sin una ruta o dirección por la esférica soledad del último planeta. Vi que era tenso, sus miembros eran igual de delgados y feos en toda su longitud, sus piernas daban largas y cansadas zancadas, sus pies eran casi puntas delgadas sobre el suelo, como si tuviese un solo dedo largo y tieso sobre el que se sostuviese.

     Exhalaba un mínimo y triste ulular que me heló la sangre. Aunque era débil ese lamento, era el único sonido que llenaba el inmenso espacio entre el desierto y la nada circundante. Su desahuciada existencia me pareció aterradora, más que por significar un peligro exterior, por hacerme ver desde afuera algo que me afectaba como una enfermedad incurable desde dentro: la congénita condena de ser feo y triste.

     Temblé mientras lo vi pasar. No venía en dirección a nosotros, pasó a unos metros en su lento caminar y se internó luego lejos. Como un indiferente cometa que pasase a lo lejos de un ignorado y también indiferente astro y ahora se hundiese hacia los recovecos negros del universo.

     Anhelaba que acabara pronto de llegar ese sonido atroz que emitía, un sonido que parecía medir la profundidad del espacio y que demoraba en desvanecerse.

Pronto fue una vez más un punto inmóvil en el paisaje. Había vivido un encuentro con otro ciudadano de la moderna humanidad. Ese punto ya no se movió y se perdió en la negritud. Deseé con todo el corazón que no existiera ni se repitiera un encuentro así.

     Pero sentí también que era incorrecto sentir eso. Era otro hombre, fruto del azar, del Thecnetos jugando con nuestras moléculas germinales. Con temor regresé al perfecto Emisario que dormía profundamente. Me acosté pegado a él mirándolo, como queriendo comunicarle con mi muda mirada lo que había vivido. La cercanía de mi cuerpo produjo que el pulso del inconsciente Emisario se acelerara imperceptiblemente y escuché que su respiración exhaló una especie de anhelante e infantil requerimiento, no supe —no podía saber— que en sus abstractos sueños reaparecía alguien muy parecido a mí, ni que una tibia rigidez afectaba una parte de su inmaculado cuerpo. 

 

 

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