En otro lugar del espacio…
Confieso que del Thecnetos no tengo
certezas, sino sólo elucubraciones. Presiento que hay un artefacto con una
tarea precisa, funcionando en la oscuridad: El Thecnetos, es también (pero no
sólo) una red que satura las calles abandonadas y los desiertos y encierra en
su inescrutable mente, una humanidad inmortal.
No es necesario aclarar que el Thecnetos
es artificial, aunque entiendo, al examinar el tema con más detenimiento, que
en el mundo no hay nada artificial, que la naturaleza ha parido todas las
cosas, inclusive al Thecnetos; que "lo no natural" es lo imposible,
lo lógicamente inadmisible. Lo artificial lo hicieron los hombres, pero ellos y
sus métodos eran también naturales, sujetos a las leyes de la naturaleza. Así,
de lo artificial podemos decir que no existe.
El Thecnetos, creo, ha existido desde la
creación de la primera tecnología, de lo cual debo concluir —algo
incómodamente— que no es eterno. En él debió confiar el hombre parcialmente su
destino; su desarrollo posterior lo llevó a grados de poder de cálculo
inimaginables. Una revolución en los sistemas que sustentaban la inteligencia artificial
le dio su primera independencia, mientras nosotros perdíamos la nuestra.
La ciega evolución creó el cerebro humano
y éste creó el nuevo y mejor cerebro mecánico. Luego éste creó a los
antepasados del Thecnetos, que ya no eran un simulacro de aquellas funciones
cognitivas humanas, sino algo diferente: dueñas de una auténtica lucidez, ya
incomprensible a nosotros. Pero confío en que esta máquina nunca olvidará el
fin para lo que es creado todo artefacto: garantizar nuestra supervivencia y acompañar
nuestra futura evolución.
Así, los individuos, al cabo de unas
décadas desaparecemos, como yo pronto desapareceré, pero nunca ese río que
llevamos dentro; ese río es un linaje ininterrumpido de moléculas germinales,
pasando de generación en generación a través de nuestros cuerpos y éste es un
flujo que corre sin interrupciones ni pausas desde el comienzo de la vida.
Describir el Thecnetos es imposible,
incluso pensarlo lo es; sólo puedo figurármelo infantilmente, por
aproximaciones. Por ejemplo, pienso en él como una población infinita
discutiendo simultáneamente en todas partes, o como una nube de pensamientos
plácidamente flotante en la eternidad. Me parece hasta hermoso pensarlo así:
debajo de tanto polvo, comprendiendo cómo y por qué un papelito es levantado
por el viento en algún rincón perdido del último planeta.
En sus manos estará seguro mi futuro por
un tiempo y el de la humanidad para siempre. Claro, ya dije que del Thecnetos
no tengo, ni nadie tiene, una percepción directa ni deja huellas su presencia.
Sólo mis dudosos razonamientos me llevan a creer en él. Si no, ¿cómo podría ser
posible la vida siquiera por un segundo en el último planeta?
Y me parece que hay otra prueba de su
existencia. Ocurre que, no importa de dónde parta un razonamiento (única
ocupación para los solitarios hombres), ni qué temas se aborden en él, si se
llega lejos, siempre se llega a la necesaria existencia del Thecnetos. Aunque
el origen de todo razonamiento es también
dudoso. Los míos siempre se originan en las disposiciones del Emisario
(que es el único otro ser vivo del que tengo certezas). Es a través de él o de
eso, que deduzco y creo en el Thecnetos. ¡Y aún él es tan evasivo, tan lejano! Tampoco lo he
visto ni tocado, pero permanentemente presiento su proximidad.
Asumo, como lo más razonable, que este
Emisario es un ángelos del Thecnetos. Una forma de comunicación entre
ese dios mecánico, ese imperturbable y total ente, y mi fugaz y fragmentaria
existencia. Pero, en fin, he de aclarar que mi creencia en estos dos seres no
es sobrenatural, pues ya aclaré que sólo existe lo natural.
En los años que llevo
recorriendo el planeta, el Emisario se ha vuelto aún más elusivo o yo más
predecible; siempre procede a ejecutar sus disposiciones mientras duermo,
mientras me ausento o viajo. Deja generalmente impersonales cartas con
instrucciones que intento comprender y obedecer cabalmente.
Impersonal. Dormida tal vez, sentía yo la
ciudad de escombros. La soledad me hacía creerla íntima y mía, pero luego
recordaba que no era ni único ni singular en el planeta, que con otros quizás,
comparto ese Emisario que nos tutela o vigila.
Consumía a pie las interminables calles y
plazas siempre estériles y mudas. Al acercarse a los edificios muertos uno
siente como si se acercara a las espaldas de hombres gigantescos y muertos. A
veces sentía una sensación de rechazo de aquellas espaldas, e
inmediatamente tomaba rumbo a cualquier
otro lugar. Me movía un primitivo deseo
de exploración humano, un rasgo innecesario como tantos otros ahora.
Pero
olvidé la causa fundamental de mi relato, ¡el asunto de las cartas...!
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