En otro lugar del espacio-tiempo…
Hubiese reparado en que ese espejo vasto podría por fin darme el
conocimiento de mi rostro, pero eso ya no me importaba. Yo ya había olvidado
mis antiguas obsesiones, como el hombre de la vigilia olvida los planes y
temores del hombre del sueño. Además, un espejo me esperaba en el corazón del
Thecnetos, uno mucho más minucioso que el que me daría esa agua semi-material.
Avanzando detrás del
Emisario, escuchaba su poderosa respiración la cual era como un eco de la
también fuerte respiración de ese etéreo mar.
Una
vez más se extendía delante de nosotros otra despedazada ciudad, como un
abandonado campo de batalla. Uno que mostraba demasiado claramente, cuán inútil
había sido la victoria de unos y la derrota de otros.
Las construcciones estaban invadidas por el Oceanus; una venenosa y livianísima
pseudo-agua la habitaba. Veía por primera vez pozos, charcos, canales. ¿En esta
brumosa ciudadela podría morar L o M? ¿Era lógico pensar que éste fuera el
transmundo? Noté que era imposible. Quizás había venido a visitar una tumba,
bajo un espejo delgado de “agua” helada. Pero ese “agua” sólo era levemente más
pesada que el aire, aunque de reflejos metálicos.
Las
ruinas eran muy antiguas y extrañas, diría que mucho más que las numerosas que
yo había conocido. Su arquitectura me resultaba aún más ajena: éstas venían
desde el desierto y se hundían en la playa, aunque mejor es imaginar que hace
miles de años el mar avanzó sobre las ruinas.
En el
interior estático de los edificios, el agua semi-material, vacía de vida,
llenaba lo que antes llenaba la fría arena y hace milenios, alguna oscura
población.
En un
promontorio de antigüedad geológica nos sentamos el Emisario y yo, rodeados de
esa plateada inundación tachonada de construcciones que emergían cada tanto,
como un archipiélago de artefactos gigantescos. Arriba, el cielo ya se rompía
en todos los colores: era el amanecer de la gran tormenta. El suelo estaba
inundado por esa traslúcida liviandad.
Era
evidente que ya habíamos llegado pues el Emisario ya no viajaba apresurado.
Sentados en ese paisaje final, de nuevo me miró a los ojos con ese rictus
inminente; esa mirada se hundía demasiado profundamente en mí, pero también me
hundía peligrosamente a mí en él. Sentía que velozmente podía robar el
contenido de mis más escondidos pensamientos y por otro lado, revelarme sin
palabras las cuerdas más sensibles que movían su yo interior.
Pronunció más palabras íntimas, tibias como las nubes. Sus
palabras me sonaban demasiado cercanas, como si fuera una extensión de mis
propios pensamientos.
Quizás sea cierta esa doctrina filosófica
que postula que hay un solo yo en el cosmos, que cada vida es un ojo distinto
de un mismo organismo. El Emisario y yo éramos formas simultáneas de un mismo
ser.
Un ser a punto de escindirse en dos.
—Mi misión —dijo pausado y contrito— es ayudar a vivir, pero
también a morir. Pero ahora por primera vez no he podido obedecer. Así que te
traje lo más lejos del Thecnetos que he podido. Aquí quizás el Theos
subterráneo ya no piense más en ti y estés a salvo.
El Emisario calló, incapaz de hablar por la presión que se
iba acumulando en su garganta.
—Dentro del Thecnetos
—prosiguió— hay otro Emisario y busca tu muerte, el Theknos-Herakhón. Él ya es uno con el Thecnetos, pero aquí no ha de
encontrarte... Yo partiré para que no te alcancen a través mío… Sería mortal
que siga cerca de tuyo.
Me
miró conmovido de mi destino. Y aunque titubeó, decidió regalarme algo antes de
partir.
—Todos nacen y viven sin
saber qué es el mundo, pero tú lo sabrás —dijo como para que lo perdonara. Sus
ojos, que ahora brillaban húmedos, me miraban con un afecto triste e
incontenible.
Aguardé sus palabras.
—Te contaré la historia
de estas ruinas —dijo débilmente el fuerte Emisario y empezó a narrar el amplio
relato de nuestros antepasados, una historia tan larga como había sido su vida,
testigo de esa abrumadora eternidad:
—Hace trillones de años,
el destino del hombre no tenía los senderos claros que ahora traza el
Thecnetos. Los hombres se afanaban en el control del mundo: inventaron y
olvidaron muchas realidades, se aniquilaron, desaparecieron y se reinventaron
en miles de guerras. Y de nuevo, renacieron en múltiples civilizaciones,
poblaron casi todas las galaxias y saturaron casi todas las eras, se perdieron
y sobrevivieron a miles de catástrofes cósmicas. Pero cuando empezaron a
apagarse las últimas estrellas, los hombres se supieron perdidos y parecía
imposible hacer sobrevivir a la humanidad, ante la muerte misma del universo.
En
esta ciudadela, los mejores hombres de aquella generación crearon al Thecnetos
para que se embarcara y adentrara en las vastedades de la nada, a donde el
hombre ya no podría llegar. Su misión era preservar la vida. Una vez construido
el Thecnetos, los últimos hombres cerraron las puertas de esta ciudadela de
metal para esperar la muerte que vendría; el protagonismo del hombre había
acabado, pero su supervivencia estaba asegurada por fin. Esperaron la
corrupción final de su mundo y el comienzo de otro, que no los incluiría. Aquí,
debajo de esta etérea agua, está el corazón más antiguo del Thecnetos. Yo, que
ya he logrado traerte, debo partir.
El
naranja del cielo se reflejaba en sus ojos y sus cejas se torcían compungidas,
me miró como buscándose dentro de mí mismo. Un dedo tibio de su mano buscó un
dedo en mi puño apretado.
—Antes
te contaré la larga historia de nuestros antepasados —agregó.
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