Un trillón de trillones de años después…
Así resurgieron las
últimas guerras que peleó la raza de guerreros que está representada en las
estatuas de piedra. Esos hombres, cuando eran de carne, ganaron esas últimas y
despiadadas guerras.
La
única solución parecía ser escapar del universo, como lo habían hecho los
animales meta-dimensionales.
La humanidad estaba encerrada en un universo que
moría; por eso, nuestros antepasados intentaron los primeros viajes
extra-universales, primero con artefactos y luego con seres vivos. Pero esta
tecnología fracasó pues violaba principios naturales muy profundos. Y como se
sabe, toda verdadera ley natural es inviolable, las leyes naturales no son
decretos, sino solo constataciones.
Como
ves, la prehistoria humana es muy grande, ¡más para qué hablarte de lo que ya
no es! —dijo el Emisario que dejo inconcluso su relato—. El pasado es tan
amplio que todo lo posible ya fue. El universo en su vasta edad tuvo ocasión de
hacer todas las cosas y de repetirse millones de veces. Así, sólo lo imposible
no ha ocurrido; el pasado es equivalente al todo. El pasado es totipotente,
pero no así el futuro, que sólo de un modo puede ser. O, mejor dicho, no ser:
en el fin del tiempo, no habrá más movimiento ni devenir. Sólo una eterna
inmovilidad de la nada y donde los relojes se detendrán. Es triste saber que no
vamos a persistir ni siquiera como especie, o como símbolo de una especie, no
importa que eso ocurra tan en el futuro —concluyó contrito el Emisario.
Escuché atónito al Emisario. Recordé y entendí por primera vez las
estatuas de los colosos de piedra que alguna vez fueron de furiosa carne;
fósiles que en un raro evento geológico-químico se volvieron de piedra, la
última generación humana. Recordé las heladas madrugadas de soledad,
acariciando aquellos humanos fosilizados, presintiendo en sus hermosas formas
restos del pasado en esos gigantes dormidos, huellas de aquel mundo titánico y
violento. Con mis débiles manos acariciaba los muertos y fuertes músculos que
construyeron el mundo o que, mejor dicho, lo destruyeron; ese mundo que sólo
continúa dentro de los ojos cerrados de esos durmientes de piedra, eternamente
soñando, con ese universo desaparecido.
Acabado su incompleto relato, el Emisario se apagó también, como un
astro ennegrecido preparándose para su marcha.
Yo lo
miraba impotente, pero ya sin ese temor de antes. Más bien me sentía con el
Emisario como me sentía antes con mi casa: sentía tibieza en el frío, me sentía
completo en lo incompleto, múltiple en la soledad, sentía comprensión en el
caos, sentía que se satisfacían todas mis curiosidades e inquietudes sin
necesidad de ninguna respuesta. Incluso, sin necesidad de ninguna pregunta.
Todo eso sentí y todo eso fui hasta que él se fue y volví a ser lo que antes
era: Nadie.
—Ahora que ya todo el
mundo acabó, sólo quedan el Thecnetos y la eterna humanidad a la que todos
servimos —dijo cansado y final, ya me había traído al transmundo libre del
Thecnetos.
Yo
sentía la suave existencia de ese Oceanus perfecto e inmóvil. Nos rodeaban
calles que salían y se hundían apresuradas, como buscando a la gente que ya no
estaba en ellas.
Dos gotas del salado Oceanus cayeron de sus
grandes ojos, el deseo de quedarse y el deber de irse lo compungían. Pero forzó
su indoblegable voluntad por el deseo de salvarme y se empezó a ir.
Mientras su imagen se hacía más pequeña, no pude evitar mover mis pies
tras de él, como había hecho por meses, no podría dejar que esa imagen
desapareciera o se confundiera con las demás. Cuando el Emisario lo notó,
dolorosamente me conminó a la fuerza a alejarme de él. Cuando por fin me quedé
quieto, el empezó de nuevo a irse trabajosamente, partido de dolor.
Unos metros
ya separados de mí, el Emisario regresó bruscamente. Me rodeo con fuerza y su
cara buscó mi cara, y su vientre el mío. Era como si deseara que coincidieran
brevemente los centros de nuestras cabezas antes del fin, acercando lo más
posible nuestras consciencias al centro de ellas. Sentimos ahí por primera vez,
como se mezclaban lo salado que salía de nuestros ojos con la humedad alcalina
de nuestras bocas.
Por primera vez dormidas partes de nuestros
cuerpos se encendieron. Una urgencia movía con salvaje belleza sus músculos
contra mi adolorida piel. Algo antiguo nos obligaba a hacer algo que no
sabíamos cómo hacer… Luego del tosco ritual atávico, nuestros cuerpos se
separaron, pero algo de uno se quedó en el otro para siempre.
Finalmente,
el Emisario me dejó una última carta y partió; ella me recordó que ni él ni yo
éramos el objeto fundamental de este viaje, sino parte de un confuso plan que
acaso sólo el Thecnetos conocía y del que los dos éramos episodios
provisionales.
Aquí la última carta a la que no le di —en aquel
momento— ninguna importancia:
M:
¿Qué más
podría hacer sino pretender que aún estás? Me siento mientras se pudre la vida
dentro de mí, porque mi vida no puede ya avanzar delante del punto donde tú ya
no estás. El resto de mí mismo continúa sólo por la inercia necia de la
materia, pero mis sentimientos deambulan como fantasmas por todos esos lugares
donde todavía eras, donde yo todavía era, por un museo roto de nosotros mismos.
Un triste museo hecho de ideas.
M, duermo sin
sueño, como sin hambre, miro playas sin olas, siento el viento, siento la noche
estrellada y no siento nada. ¿A dónde has ido? Estás en un lugar donde ni
siquiera muriendo podría unirme de nuevo a ti. ¿Y qué hago para encontrarte si
no estás ni en la vida ni en la muerte?
En mi
imaginación, aún camino contigo por calles que se borran. Discuto, pienso en
ti, paso del infierno al paraíso, de la lluvia a sol, y continúo andando,
aunque sé que estoy quieto, durmiendo sin sueño, solo, sólo soñando contigo…
L.
En la
leve brisa, vi partículas de espuma y sal. El Emisario, que había vuelto a
guardar silencio, empezó a irse. Yo, inmóvil y obediente, lo observé pasear
mientras se iba; lo miré a lo lejos leer inscripciones borrosas en una alta
pared, lo vi cerrar los ojos tratando de sentir o recordar, lo noté ya
minúsculo en las puertas de un monumental arco y lo vi besar fervorosamente ese
arco, como rindiéndose a él y después ya no lo vi.
Había
por todos lados titánicos gigantes de piedra desdibujados por la erosión que
parecían los ecos derretidos y dispersos del Emisario. Y con esos ecos vacíos
me quedé cuando él se fue. El mar respiraba con fuerza y era como un fornido
pecho donde uno entierra su cabeza y se deja llevar por el sueño y por la
fuerza de esa respiración. En ese desorden de calles destrozadas, lo perdí para
siempre de vista.
Las
últimas instrucciones que me dejó eran que ese lugar estaba olvidado del
Thecnetos y que, si nunca salía de ahí, estaría siempre a salvo. Pero ahora eso
no me importaba. Yo flotaba indiferente como una espuma en mis pensamientos y
en mi cansancio, mezclándose con los pensamientos y el cansancio que el
Emisario había dejado flotando en el aire. Me derrumbé dentro de un repentino
agotamiento, un cansancio que llevaba trillones de años, el tiempo de regreso a
ese despedazado lugar.
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