sábado, 7 de mayo de 2022

69 NOTAS SOBRE LA PREHISTORIA 4

 


Un trillón de trillones de años después…

 —Pero millones de generaciones después algo raro pasó. Los animales meta-dimensionales se podían notar indirectamente, se observó que iban disminuyendo en número y su aparición era cada vez más rara, hasta que finalmente desaparecieron del universo sin dejar ningún rastro. Se pensó que acaso habían entrado en proceso de extinción y dilucidarlo originó muchos debates. Luego, se corroboró que habían huido fuera de este universo, en una enorme diáspora que dejó casi vacío de vida el cosmos. Esta huida hizo notar a nuestros ancestros que algo pasaba con el universo que no podía ser resuelto por ninguna tecnología: eran los primeros avisos de su inevitable fin. Pronto no habría materia, solo espacio y tiempo huecos. Así se supo del próximo fin de la humanidad.

Así resurgieron las últimas guerras que peleó la raza de guerreros que está representada en las estatuas de piedra. Esos hombres, cuando eran de carne, ganaron esas últimas y despiadadas guerras.

     La única solución parecía ser escapar del universo, como lo habían hecho los animales meta-dimensionales.

La humanidad estaba encerrada en un universo que moría; por eso, nuestros antepasados intentaron los primeros viajes extra-universales, primero con artefactos y luego con seres vivos. Pero esta tecnología fracasó pues violaba principios naturales muy profundos. Y como se sabe, toda verdadera ley natural es inviolable, las leyes naturales no son decretos, sino solo constataciones.

     Como ves, la prehistoria humana es muy grande, ¡más para qué hablarte de lo que ya no es! —dijo el Emisario que dejo inconcluso su relato—. El pasado es tan amplio que todo lo posible ya fue. El universo en su vasta edad tuvo ocasión de hacer todas las cosas y de repetirse millones de veces. Así, sólo lo imposible no ha ocurrido; el pasado es equivalente al todo. El pasado es totipotente, pero no así el futuro, que sólo de un modo puede ser. O, mejor dicho, no ser: en el fin del tiempo, no habrá más movimiento ni devenir. Sólo una eterna inmovilidad de la nada y donde los relojes se detendrán. Es triste saber que no vamos a persistir ni siquiera como especie, o como símbolo de una especie, no importa que eso ocurra tan en el futuro —concluyó contrito el Emisario.

     Escuché atónito al Emisario. Recordé y entendí por primera vez las estatuas de los colosos de piedra que alguna vez fueron de furiosa carne; fósiles que en un raro evento geológico-químico se volvieron de piedra, la última generación humana. Recordé las heladas madrugadas de soledad, acariciando aquellos humanos fosilizados, presintiendo en sus hermosas formas restos del pasado en esos gigantes dormidos, huellas de aquel mundo titánico y violento. Con mis débiles manos acariciaba los muertos y fuertes músculos que construyeron el mundo o que, mejor dicho, lo destruyeron; ese mundo que sólo continúa dentro de los ojos cerrados de esos durmientes de piedra, eternamente soñando, con ese universo desaparecido.

     Acabado su incompleto relato, el Emisario se apagó también, como un astro ennegrecido preparándose para su marcha.

     Yo lo miraba impotente, pero ya sin ese temor de antes. Más bien me sentía con el Emisario como me sentía antes con mi casa: sentía tibieza en el frío, me sentía completo en lo incompleto, múltiple en la soledad, sentía comprensión en el caos, sentía que se satisfacían todas mis curiosidades e inquietudes sin necesidad de ninguna respuesta. Incluso, sin necesidad de ninguna pregunta. Todo eso sentí y todo eso fui hasta que él se fue y volví a ser lo que antes era: Nadie.

—Ahora que ya todo el mundo acabó, sólo quedan el Thecnetos y la eterna humanidad a la que todos servimos —dijo cansado y final, ya me había traído al transmundo libre del Thecnetos.

     Yo sentía la suave existencia de ese Oceanus perfecto e inmóvil. Nos rodeaban calles que salían y se hundían apresuradas, como buscando a la gente que ya no estaba en ellas.

Dos gotas del salado Oceanus cayeron de sus grandes ojos, el deseo de quedarse y el deber de irse lo compungían. Pero forzó su indoblegable voluntad por el deseo de salvarme y se empezó a ir.

     Mientras su imagen se hacía más pequeña, no pude evitar mover mis pies tras de él, como había hecho por meses, no podría dejar que esa imagen desapareciera o se confundiera con las demás. Cuando el Emisario lo notó, dolorosamente me conminó a la fuerza a alejarme de él. Cuando por fin me quedé quieto, el empezó de nuevo a irse trabajosamente, partido de dolor.

     Unos metros ya separados de mí, el Emisario regresó bruscamente. Me rodeo con fuerza y su cara buscó mi cara, y su vientre el mío. Era como si deseara que coincidieran brevemente los centros de nuestras cabezas antes del fin, acercando lo más posible nuestras consciencias al centro de ellas. Sentimos ahí por primera vez, como se mezclaban lo salado que salía de nuestros ojos con la humedad alcalina de nuestras bocas.   

Por primera vez dormidas partes de nuestros cuerpos se encendieron. Una urgencia movía con salvaje belleza sus músculos contra mi adolorida piel. Algo antiguo nos obligaba a hacer algo que no sabíamos cómo hacer… Luego del tosco ritual atávico, nuestros cuerpos se separaron, pero algo de uno se quedó en el otro para siempre.

     Finalmente, el Emisario me dejó una última carta y partió; ella me recordó que ni él ni yo éramos el objeto fundamental de este viaje, sino parte de un confuso plan que acaso sólo el Thecnetos conocía y del que los dos éramos episodios provisionales.

Aquí la última carta a la que no le di —en aquel momento— ninguna importancia:

 

M:

¿Qué más podría hacer sino pretender que aún estás? Me siento mientras se pudre la vida dentro de mí, porque mi vida no puede ya avanzar delante del punto donde tú ya no estás. El resto de mí mismo continúa sólo por la inercia necia de la materia, pero mis sentimientos deambulan como fantasmas por todos esos lugares donde todavía eras, donde yo todavía era, por un museo roto de nosotros mismos. Un triste museo hecho de ideas.

M, duermo sin sueño, como sin hambre, miro playas sin olas, siento el viento, siento la noche estrellada y no siento nada. ¿A dónde has ido? Estás en un lugar donde ni siquiera muriendo podría unirme de nuevo a ti. ¿Y qué hago para encontrarte si no estás ni en la vida ni en la muerte?

En mi imaginación, aún camino contigo por calles que se borran. Discuto, pienso en ti, paso del infierno al paraíso, de la lluvia a sol, y continúo andando, aunque sé que estoy quieto, durmiendo sin sueño, solo, sólo soñando contigo…

L.

     En la leve brisa, vi partículas de espuma y sal. El Emisario, que había vuelto a guardar silencio, empezó a irse. Yo, inmóvil y obediente, lo observé pasear mientras se iba; lo miré a lo lejos leer inscripciones borrosas en una alta pared, lo vi cerrar los ojos tratando de sentir o recordar, lo noté ya minúsculo en las puertas de un monumental arco y lo vi besar fervorosamente ese arco, como rindiéndose a él y después ya no lo vi.

     Había por todos lados titánicos gigantes de piedra desdibujados por la erosión que parecían los ecos derretidos y dispersos del Emisario. Y con esos ecos vacíos me quedé cuando él se fue. El mar respiraba con fuerza y era como un fornido pecho donde uno entierra su cabeza y se deja llevar por el sueño y por la fuerza de esa respiración. En ese desorden de calles destrozadas, lo perdí para siempre de vista.

     Las últimas instrucciones que me dejó eran que ese lugar estaba olvidado del Thecnetos y que, si nunca salía de ahí, estaría siempre a salvo. Pero ahora eso no me importaba. Yo flotaba indiferente como una espuma en mis pensamientos y en mi cansancio, mezclándose con los pensamientos y el cansancio que el Emisario había dejado flotando en el aire. Me derrumbé dentro de un repentino agotamiento, un cansancio que llevaba trillones de años, el tiempo de regreso a ese despedazado lugar.

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