En otro punto del espacio-tiempo…
La androide-zombi Nimis[1]
viajaba por las aglomeradas escaleras con el técnico L —ya un joven
empleado de bajo rango en la vertical estructura de la meta-corporación, cuya
mirada era sensible, lúcida y un poco desilusionada.
Ambos iban por una de los miles de escaleras que se disparaban y
enredaban en todas direcciones, metiéndose entre los saturados recovecos donde
vivían los técnicos de la meta-corporación. De tramo en tramo, eran arrastrados
por la masa tosca de gente, hombres pequeños y rudos, de aspecto preocupado
caminaban aún con más prisa que el resto; eran los malgeniados asistentes,
ensimismados en su carrera. Su prisa los llevaba a ser oscos y neuróticos.
L pensó melancólico en lo caprichosa que era la realidad: el
universo podría haber sido más simple, por ejemplo, hecho solo de unas cuantas
partículas flotando en el espacio y así siempre, o un denso núcleo de materia
estable e inmóvil, o incluso un viejo universo hecho de cenizas de estrellas,
helándose cada vez más en el silencio, pero en cambio surgió la vida, su torvo
sinsentido, sus casi infinitos y desgastantes medios y mecanismos. Todas las
manifestaciones de la vida, eran para L redundantes y absurdas. Y acaso lo más
preocupante de la vida orgánica era que él mismo estaba atrapado dentro de
ella. Él era un títere de los genes, pero planeaba defraudarlos y además sabía
que ellos no eran los verdaderos protagonistas de la vida, sino instrumentos de
algo aún más profundo, pues los genes desaparecen, cambian, pero el espectáculo
de la vida sigue, la vida solo los usa y luego los desecha, ¿acaso la evolución
no es el cambio de los genes? ¿Qué clase de protagonista sale de escena ni bien
entra? Los genes, el ADN, los genomas, los hombres son solo instrumentos de un
protagonista oculto y este sí es inmortal, los genes se pierden, yo me pierdo,
lo otro queda. Pero a pesar de su poder y profundidad también a eso vencería…o
al menos eso planeaba el joven y núbil L.
Sólo lo más central de su yo era libre: su trans-biológica
voluntad. Despreocupado del mundo, dejaba de atender a las formas y los colores
que acaso lo distraían del verdadero ser del mundo. Le daba igual si este
caprichoso y redundante universo acabase mañana.
L y Nimis, al salir de la escalera, llegaron a un corredor ancho; había
más aire ahí, pero algo semejante a una negra procesión estorbaba el paso.
Primero solo vieron un compacto grupo de pequeños asistentes, unos corrían
golpeándose desde un montón central y otros hacia él, llevando papeles e
instrumentos. En el centro, un hombre grande y lento avanzaba con las
dificultades de un anciano. Era uno de los Thaumasios
Hekantokeinos[2], los
sabios oscuros de la meta-corporación y su nombre era Herakón. Era viejo pero alto y fuerte, avanzaba penosamente hacia
quién sabe dónde, por aquel hormigante edificio de metal. Los asistentes hacían
mucho ruido hablándose a gritos y forcejeando, L miró reverente y fascinado a
ese hombre raro, de esa casta de centenarios carísimos a la meta-corporación. Herakón se detenía cansado de trecho en
trecho, su traje y su cuerpo estaba abrumado de artefactos y cableado. Sus ojos
y oídos, se veían sellados por negros instrumentos relucientes, pero las vacías
cuencas de sus ojos estaban atravesadas de cables, que llegaban directamente a
su poderoso cerebro.
Entre el caos que lo
rodea, bajo los artefactos que lo aprisionan, el oscuro Thaumasios Herakón exhalo un cansado suspiro.
Los Thaumasios Hekantokeinos administraban la meta-corporación, aunque
subordinados a los lejanos Zombis
Hekantokeinos y eran capaces de cálculos y análisis desmesuradamente
complejos, que eran imprescindibles a esa humanidad en guerra.
Las meta-corporaciones tenían relaciones enredadísimas entre ellas.
Era difícil dilucidar por qué un día se recibían ataques de antiguos socios. La
velocidad de los cambios históricos no se computaba en meses, sino en días, a
veces es minutos, de modo que una alianza podía convertirse de pronto en una
mortal enemistad. El mapa de estas centenarias guerras era incomprensible para
las primeras inteligencias artificiales. Pero estos genios podían entenderlos
entre los angostos y laberínticos corredores. L pensaba que era un desperdicio
que tanta inteligencia fuera usada para una tarea tan deleznable: hacer
persistir a la humanidad.
Al salir de madrugada, L
podía ver a esos Thaumasios
recostados en desorden por todo el edificio recibiendo mensajes por sus
cableados, meditando las largas respuestas, ciegos y casi inmovilizados por
esos artefactos que invadían sus ropas y sus viejas carnes. Cuando alguno se
levantaba y movía por el edificio, sus movimientos eran torpes y lentos, por la
vejez y por la ceguera. Su actividad era meramente intelectual, pero sin
descanso y esto los mantenía en una desconexión que los hacía parecerse al
enajenado o al ebrio. A veces también descansaban, pero no se descubrían los
ojos o los oídos artificiales; ¿qué sentían, en esos pocos minutos que se
detenía su labor, en esos períodos en que no había programada ninguna
actividad? —Se preguntaba inmaduro y anónimo L.
Faltos de una vida como
la de los demás, sin descendencia, ni ninguna forma de relación humana, casi
sin yo, sin recuerdos ni esperanzas, con los ojos y el resto de sentidos
muertos, los Thaumasios solo tenían
el vacío de sí mismos. Sus consciencias vacías de contenido, simplemente vivían
el pasar del tiempo.
Acaso sin recuerdos en
que entretenerse, se distraen con abstractas ensoñaciones que solo ellos pueden
entender —pensaba L, que también colmaba su hueca vida con un universo
abstracto de conjeturas e hipótesis. Un universo que no existía en realidad en
ninguna parte.
Los Thaumasios eran mártires de una época difícil y si no sacrificaran
así sus vidas, se derrumbaría la precaria estabilidad que mantenía a la
meta-corporación con vida. Se decía que estos ancianos construyeron esa
inteligencia artificial que ahora los esclavizaba. Pero no era por la fuerza o
la extorsión que esa inteligencia conseguía su trabajo devoto y su entrega
absoluta. Como cualquiera, ellos podrían escapar, pero en cambio su labor
continuaría hasta que la muerte los alcanzase en sus incómodos trajes.
Solo aquellos que
construyeron hace milenios la meta-corporación y que conocían más de cerca los
vínculos de gobierno, sabían algo acerca de sus motivos irrenunciables.
Pero este Thaumasios era aún más singular que los
demás, ningún ser humano había nacido antes con la inteligencia de Herakón, su mente era toda una
descomunal razón, vacía de emociones, no era como la inteligencia usual de los
técnicos y científicos, que se entregaban a la razón por el placer de razonar,
por el deleite intelectual.
En Herakón la razón ocurría por la misma razón, no por el placer de
pensar o la curiosidad. La suya era una inteligencia en estado puro y ésta no
estaba al servicio de nada más que de sí misma. Los demás usaban la razón como
medio y no como fin. Pero para el Thaumasios
Herakón, la razón no podía
subordinarse a nada que le fuera inferior. L admiraba y compartía desde su
humildad, las convicciones del venerado Thaumasios.
Tanto el poderoso Herakón como el insignificante L
miraban, aunque desde alturas distintas; a los humanos que los rodeaban como a
máquinas de carne, títeres del placer y el displacer. Luchaban por uno,
escapaban del otro, y así todos terminaban viviendo la misma vida, programada
para ser vivida así por un primitivo proceso, ciegos e ignorantes del verdadero
significado del universo. Ambas emociones determinaban la dirección de sus
vidas. Y este mecanismo de manipulación natural fue programado por un ciego
accidente químico: la evolución. Toda la historia humana había ocurrido tal y
como había ocurrido solo por la búsqueda del placer y por la aversión al
displacer de los hombres, una perversa humanidad de marionetas siempre
sometidas a ese viejo mecanismo de recompensa y castigo sensorial, incorporado
por la primitiva selección natural para controlarlos. Para hacerlos servir a
algo inferior a ellos. Algo tosco, pero más poderoso.
Por fin, ensimismado, L llegó con Nimis a su precario locus
de trabajo[3].
Al mismo modo que otros millones de técnicos, L era, debajo de decenas de
estratos de responsabilidad, un subordinado de Herakón. Se sentía a salvo en su imperceptible puesto en el gran
engranaje de trabajos. Llevaba años desde su niñez, aislado en una precisa y
tediosa tarea: monitorear a los animales meta-dimensionales. Poco más sabía de
este mundo que el camino del locus de
trabajo al locus de descanso. Registraba la ecología y dinámica de las
poblaciones de estos seres multi-dimensionales: éstos eran entes que saturaban
el Aether aparentemente vacío. El
imperceptible L llevaba años estudiándolos, pero en los últimos tiempos ni él
ni otros técnicos habían captado datos sobre esos seres, al parecer eran
problemas del instrumental que impedía su ubicación. Cada vez había menos
energía para los instrumentos de L y en general para cualquier máquina de la
meta-corporación, dada la cada vez mayor escasez de energía en el cosmos.
Quizás por esto ahora los instrumentos de L no alcanzaban a registrar esas
especies multi-dimensionales.
Pero la insegura inteligencia de L sospechaba que se debía a otra
cosa. Una cosa muy grave.
[1] Un androide no
programado para sentir qualias, qualias son las cualidades sensaciones individuales.
Por ejemplo, la rojez de lo rojo o lo doloroso del dolor, a diferencia de ellos, los androides-qualia sí
podían sentir como los humanos.
[2] Thaumasios, genios; Hekantokeinos,
oscuros.
[3] Del latín locus, lugar.
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