sábado, 27 de marzo de 2021

1 MONOLOGOS DESDE EL FIN DEL MUNDO

 


    

Uno de esos vacíos días, el Thecnetos envió con su Emisario una extraña “carta”, el primer suceso de una serie rara. Su inexplicable contenido me salvó brevemente de la soledad y del silencio; fue una pausa en la constante banalidad del mundo. Ahora que ya lo he comprendido todo, me siento agotado a contemplar el larguísimo camino que han recorrido todas las cosas para llegar a ser.

 

Todo está demasiado lejano en el último planeta, demasiado profundo en el vacío. Nada ha ocurrido en millones de años, y nada parece que pueda pasar ya en adelante. ¡Qué fría es su vastedad! ¡Qué efímeros y volátiles sucesos en tanto tiempo, en tan vasto paisaje!

La profundidad del Ouranos[1] a su alrededor es agotadoramente extensa y su contenido usual es el perfecto vacío. ¡Qué extraño es pensar así el universo! Un infinito de impecable nada. Tal vez sería mejor pensar que el universo es solo este planeta, y que, más allá de su atmósfera, todo es “no ser”. Que en sus bordes cesan cosmos, tiempo y espacio.

Pero no sería correcto. No siempre fue así. Antes había millones de astros y otras cosas brillantes flotando en el Ouranos. Pero, después de trillones de años de expansión del universo, quedó solo este frío mundo. Entre este y algún hipotético “otro” hay ahora un abismo insalvable, un espacio interminable, imposible de ser recorrido; imposible incluso de ser pensado. Y si acaso existiera un “algo” flotando en algún “otro lugar”, este nunca podría jamás llegar hasta nosotros.

Por esto, nuestro cielo carece de estrellas o de alguna forma de luz exterior. Solo quizás, aquí y allá, algún mínimo resplandor, como un borrón en la impecable negritud del cielo, que acaso será el desdibujado eco de los mundos ya desaparecidos.

Solo muy rara vez en esta oscuridad, más negra que cualquiera antes conocida, ocurre la materia: solitaria y muda. Neciamente, aún hay materia en vez de nada.

Pero dada la oscuridad que la cubre, esa materia siempre está hundida en profundidades invisibles.

Y es que estos tiempos son para el cosmos como un atardecer, pero uno en el que no se va la luz, sino el tiempo. Estamos en los tramos finales de la expansión del universo, un evanescente universo que ahora se acerca a su último abismo. Y él mismo es el hueco de ese abismo. Un universo tan diluido y disperso que no comportará un gran cambio cuando al fin de su expansión, en lugar de él, aparezca la nada.

Los paisajes, inconscientes de sí mismos, carecen de cualquier espectador, orgánico o siquiera mecánico. Nadie ni nada conoce los diferentes mundos que eventualmente van apareciendo y desapareciendo en eso que llamamos “la realidad”; nada interrumpe la quietud y el silencio. Así es de solitario y quieto el último planeta y así también somos nosotros: los últimos seres humanos que lo poblamos.

Sí, increíblemente hemos sobrevivido a la muerte del cosmos y al desvanecimiento de la materia; estamos extraviados en los resquicios de un agotado porvenir. ¡No sé cómo fue posible esto cuando todo lo demás murió! Por eso es necesario creer, aunque sin otra prueba que esta, que existe el Thecnetos y su sirviente, el siempre vigilante Emisario.

No tengo nombre ni sé quién soy, pues solo tiene nombre lo que tiene sentido o explicación. Y yo no la tengo. Es raro que estemos y es más raro lo que somos: cosas conscientes. ¿Cómo es que surgió nuestra sensibilidad de la insensibilidad de nuestra carne? Nadie lo sabe.

No nacemos de otros hombres; somos hechos artificialmente en el mecánico avernus[2] y más profundamente diré, que nacemos del azar. Más adelante relataré mi nacimiento para que —usándome de ejemplo— sepan cómo nacen los últimos hombres en el último planeta.

      

Poco recuerdo de mi nacimiento, pero sé que no soy un inmortal: antes de cierta fecha, fui nada. Después de mi concepción artificial, lentamente, una cosa, sin tamaño ni peso surgió de mi cerebro. Y en mis carnes, tan inconscientes como las piedras, se encendió eso que llamamos “consciencia”. Con las insensibles moléculas de mi cuerpo, tan muertas como las demás moléculas del mundo, se hizo —no sé cómo— algo vivo capaz de sentir el paso del tiempo. Pero no como un reloj que solo lo mide sin sentirlo, sino como un alma viva que es ella misma el fluir del tiempo.

Pero ya esos recuerdos ya se me han borrado o los confundo con lo que conjeturo que será mi porvenir. Pero sé que no están perdidos del todo: están en el Thecnetos, en su memoria y en su poder de premonición total.



[1] En griego antiguo Ouranos es cielo o firmamento.

[2] Mundo subterráneo en el último planeta.

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