Uno de esos vacíos días, el Thecnetos envió con
su Emisario una extraña “carta”, el primer suceso de una serie rara. Su
inexplicable contenido me salvó brevemente de la soledad y del silencio; fue
una pausa en la constante banalidad del mundo. Ahora que ya lo he comprendido
todo, me siento agotado a contemplar el larguísimo camino que han recorrido
todas las cosas para llegar a ser.
Todo
está demasiado lejano en el último planeta, demasiado profundo en el vacío.
Nada ha ocurrido en millones de años, y nada parece que pueda pasar ya en
adelante. ¡Qué fría es su vastedad! ¡Qué efímeros y volátiles sucesos en tanto
tiempo, en tan vasto paisaje!
La
profundidad del Ouranos[1]
a su alrededor es agotadoramente extensa y su contenido usual es el perfecto
vacío. ¡Qué extraño es pensar así el universo! Un infinito de impecable nada.
Tal vez sería mejor pensar que el universo es solo este planeta, y que, más
allá de su atmósfera, todo es “no ser”. Que en sus bordes cesan cosmos, tiempo
y espacio.
Pero
no sería correcto. No siempre fue así. Antes había millones de astros y otras
cosas brillantes flotando en el Ouranos.
Pero, después de trillones de años de expansión del universo, quedó solo este
frío mundo. Entre este y algún hipotético “otro” hay ahora un abismo
insalvable, un espacio interminable, imposible de ser recorrido; imposible
incluso de ser pensado. Y si acaso existiera un “algo” flotando en algún “otro
lugar”, este nunca podría jamás llegar hasta nosotros.
Por
esto, nuestro cielo carece de estrellas o de alguna forma de luz exterior. Solo
quizás, aquí y allá, algún mínimo resplandor, como un borrón en la impecable
negritud del cielo, que acaso será el desdibujado eco de los mundos ya
desaparecidos.
Solo
muy rara vez en esta oscuridad, más negra que cualquiera antes conocida, ocurre
la materia: solitaria y muda. Neciamente, aún hay materia en vez de nada.
Pero
dada la oscuridad que la cubre, esa materia siempre está hundida en
profundidades invisibles.
Y
es que estos tiempos son para el cosmos como un atardecer, pero uno en el que
no se va la luz, sino el tiempo. Estamos en los tramos finales de la expansión
del universo, un evanescente universo que ahora se acerca a su último abismo. Y
él mismo es el hueco de ese abismo. Un universo tan diluido y disperso que no
comportará un gran cambio cuando al fin de su expansión, en lugar de él, aparezca
la nada.
Los
paisajes, inconscientes de sí mismos, carecen de cualquier espectador, orgánico
o siquiera mecánico. Nadie ni nada conoce los diferentes mundos que
eventualmente van apareciendo y desapareciendo en eso que llamamos “la
realidad”; nada interrumpe la quietud y el silencio. Así es de solitario y
quieto el último planeta y así también somos nosotros: los últimos seres
humanos que lo poblamos.
Sí,
increíblemente hemos sobrevivido a la muerte del cosmos y al desvanecimiento de
la materia; estamos extraviados en los resquicios de un agotado porvenir. ¡No
sé cómo fue posible esto cuando todo lo demás murió! Por eso es necesario
creer, aunque sin otra prueba que esta, que existe el Thecnetos y su sirviente,
el siempre vigilante Emisario.
No
tengo nombre ni sé quién soy, pues solo tiene nombre lo que tiene sentido o
explicación. Y yo no la tengo. Es raro que estemos y es más raro lo que somos:
cosas conscientes. ¿Cómo es que surgió nuestra sensibilidad de la insensibilidad
de nuestra carne? Nadie lo sabe.
No
nacemos de otros hombres; somos hechos artificialmente en el mecánico avernus[2] y
más profundamente diré, que nacemos del azar. Más adelante relataré mi
nacimiento para que —usándome de ejemplo— sepan cómo nacen los últimos hombres
en el último planeta.
Poco
recuerdo de mi nacimiento, pero sé que no soy un inmortal: antes de cierta
fecha, fui nada. Después de mi concepción artificial, lentamente, una cosa, sin
tamaño ni peso surgió de mi cerebro. Y en mis carnes, tan inconscientes como
las piedras, se encendió eso que llamamos “consciencia”. Con las insensibles
moléculas de mi cuerpo, tan muertas como las demás moléculas del mundo, se hizo
—no sé cómo— algo vivo capaz de sentir el paso del tiempo. Pero no como un
reloj que solo lo mide sin sentirlo, sino como un alma viva que es ella misma
el fluir del tiempo.
Pero
ya esos recuerdos ya se me han borrado o los confundo con lo que conjeturo que
será mi porvenir. Pero sé que no están perdidos del todo: están en el
Thecnetos, en su memoria y en su poder de premonición total.
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